Los años pasan sin remedio alguno. A pesar del inmenso deseo, especialmente de las mujeres, de que el tiempo se detenga y las canas, las arrugas y las libras no pasen odiosa factura, los años ni siquiera bajan la marcha. Es más, me atrevo a afirmar que a medida que avanzan aceleran el paso sin disimulo.
La madurez llega de a poquito y sin avisar. A diferencia de la adolescencia, no hay una edad específica que marque ese momento en que dejas de ser una muchachita y te conviertes en una mujer, en una señora o en una doña y es precisamente eso lo que nos llena de incertidumbre y hace que nos agarre de golpe.
Dos situaciones en menos de una semana me han hecho pensar en eso. La primera fue toparme con un oso de peluche que me trajeron mis padres de Colombia en 1986, nada más y nada menos que hace 26 años. Colombo, como decidí llamarlo en aquel momento, me acompañó por mucho tiempo hasta que la edad de niña grande llegó y me obligó a cederlo a Jorge Miguel, mi primer sobrino y a quien hace 24 años no sólo ví nacer, sino que recuerdo con lucidez detalles de su nacimiento y de sus primeros meses de vida. Aunque justificándome un poco, la emoción en la familia de recibir al primer sobrino y primer nieto de mis padres, no era poca bulla. Entre una mezcla de nostalgia y alegría, como reencontrandome con un buen amigo, hoy 26 años después recibo a Colombo, quien tampoco se ha librado del paso del tiempo porque le faltan los ojos, la lengua y exhibe su pelaje notablemente maltratado.
La mañana del jueves, salgo de mi casa e intercambio un saludo cordial con Don Juan, dueño de un negocio ubicado en la esquina y que funciona allí desde que recuerdo. Crecí viendo a Don Juan como parte del barrio y para mí siempre fue, es y seguirá siendo Don Juan, por aquello de guardar respeto a los mayores. Con lo que nunca conté es que en esa carrera por el respeto y el “usted” iba yo a alcanzarlo y ese día lo descubrí, justamente cuando él me respondió el saludo con un “Como está usted, señora?”.
Otra vez justificándome, lo primero que pensé fue en la barriga enorme de 9 meses que exhibo y el aire de señora que conceden los embarazos; o quien sabe si el corte de pelo o el peinado no me favorecía; probablemente fruncía el ceño por el resplandor del sol; cualquier cosa menos admitir que ya Don Juan no me veía como la niñita que correteaba en la calle.
Aún consciente de que aquello estaba lejisimos de un insulto o una ofensa, todo lo contrario, aprecio el respeto, valoro la distancia cordial del usted bien puesto y entiendo que dispensar un usted, es sinónimo de educación, respeto y buenas costumbres. Pero confieso que asimilar aquello me tomó unos minutos largos de reflexión.
Maduramos sin darnos cuenta y como de un día para otro se nos pinta un semblante distinto. Por suerte existe el espejo y nos habla sin censura de cómo vamos evolucionando con los años. Nací en el 1980, camino rumbo a mis 32 y aunque las canas se asoman cuando falla el tinte, no le regalo a nadie 10 años de mi vida, ni siquiera negociaría un segundo de mis días. Cada uno de mis 32 tiene su encanto, su magia, sus fracasos y sus victorias que no las cambio por nada.
El paso del tiempo es un matrimonio sin divorcio. La vida no deja muchas opciones pero yo aquí les dejo dos, o vive amargado en su afán de buscar la eterna juventud o da la bienvenida al paso del tiempo, lo invita a dar el paseo con usted y termina haciendose amigo de los años. Yo me fui con la segunda.
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