Hace unos años, mi hermano mayor, Juan Miguel, me aconsejó
que leyera todo lo que pudiese antes que llegaran los hijos. En aquellos años,
aunque entendí como válida la recomendación, sobre todo viniendo de él, que es
padre de cuatro, no logré captar la esencia de sus palabras por aquello de que
nadie aprende en cabeza ajena.
Aunque termino mis días agotada entre mis labores a
tiempo completo de madre soltera de dos, mi trabajo en televisión y haciendo
frente a lo que traiga la jornada, trato siempre de hacer el espacio para la
lectura. Ya mucho se sabe del fascinante mundo de los libros y la oportunidad
que nos brindan cada vez que entre páginas viajamos a mundos distintos; es la
manera más económica de desconectarnos de la realidad, de conocer culturas y
nutrirnos de conocimientos desde la comodidad de donde sea que se encuentre.
No asumo la lectura como una tarea y menos como una
obligación. Soy una romántica perdida que ama los libros, los atesoro y para
mí, visitar una libreria es un viaje místico que envuelve toda la magia del
olor a tinta del que carecen las computadoras y el dejarme seducir por titulos
que coquetean conmigo desde los estantes.
Entre la vida agitada de mitad de semana, la infame
reforma fiscal y la incesante violencia que parece arroparnos con su manto
negro decidí tomarme la tarde con Rafael Eduardo, mi hijo de 3 años y
aprovechar mientras Sabrina Aimee, la menor de apenas 7 meses, dormía su siesta
para salir a comprar libros y darme el gustico de perderme entre los pasillos
repletos de letras.
Mi entusiasmo fue doble, por la emoción de elegir
nuevos libros y porque la iniciativa surgió de mi hijo, que a pesar de que aún
no lee, disfruta y me pide que le lea cada día. En tiempos modernos en que los
jóvenes no leen porque les da sueño, les aburre o no le encuentran sentido frente
a la tecnología tan atractiva, me alivia y me alienta motivar el buen hábito en
mi pequeño.
La tarde nos quedó corta. De repente ya había pasado un
buen rato y seguiamos recorriendo todos los pasillos. Mi hijo entre el lobo
feroz y dinosaurios y yo indecisa entre Camilo José Cela y Ernest Hemingway.
Leí varios libros para él, mientras imaginaba ser un caballero y otras veces un
robot y me bombardeaba con la intensa jornada de sus “por qué?”.
El paseo terminó con una llamada desde casa avisando
que ya la pequeña me procuraba y la hora de hacer la cena para ellos también
habia llegado. Sorteamos tapones para llegar a casa y poner manos a la obra.
Entre cena, baños, pijamas, leche, cuentos para dormir y alistar lonchera y
uniforme había llegado la hora de entregar el día a la historia y dedicarme
unos minutos para leer antes de dormir.
Mi cabeza descansando sobre la almohada, pijama
puesta, libro en mano y cual pasajera lista para abordar mi propio avión a un
lugar exótico y desconocido del planeta cuando dispuse empezar a leer, el
llanto de Sabrina me devolvió de la pista de despegue y me regresó a la
realidad. Justo allí le concedí razón a mi hermano y entendí que con las
responsabilidades y las ocupaciones, leer se ha convertido en un lujo, que no
estoy dispuesta a sacrificar.
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