Ya
mucho he escrito sobre mi peculiar gusto musical y el papel protagónico que
siempre ha jugado la música en mi vida. Para mí los días son música, el buen
vivir lleva de fondo alguna tonada y mi gusto lo define el humor, el día, el
trago y hasta la compañía. Puedo asignar una canción a cada momento importante y
me gusta oxigenar mi mente entre canción y canción. De modo que no discrimino
géneros, mis oídos no guardan exclusividad ni exquisitez alguna, no sé de
música con escuela y de igual forma soy capaz de bailar al paso del son que
marque el ritmo.
Puedo
pasar de Serrat a Toño Rosario y de repente tararear a Mozart La Para sin
remordimientos. Así me pasa con la bachata y esta semana mis días se resumieron
a ella. Entre mi vecino que suena un amplio repertorio, la barbería de la
esquina que hace gala de sus potentes bocinas y entre todas las que tocan las emisoras,
debo confesar que terminé tomandole cariño y respeto a la bachata.
El
pasado lunes tuve el chance de asistir a una fiesta de Anthony Santos, entre el
ajuste de la guira, la guitarra maestra del Mayimbe y las letras tan
dominicanas imposible no bailar. Lo que pude observar en mis escasos momentos
de quietud en los que el ritmo asombrosamente pegajoso me daba chance, cambió por
completo mi perspectiva de cara a la bachata.
A
las 11 de la noche de un lunes cualquiera, boletas agotadas a pesar de los
precios poco populares; una fila repleta de elegantes damas con vestidos y tacones,
hombres con chaquetas o camisas estampadas a la moda; peloteros y lujosos
vehículos; figuras políticas victoriosas y derrotadas; senadores, diputados y
las infaltables muchachas del medio. Todos mezclados entre gente de distintos
estatus social y económico, cantando y bailando cada una de las canciones de El
Mayimbe de la Bachata. La escena no dejó espacio para dudas de que aquello de
que la bachata es música de pobres sólo vive en la historia de los inicios del
género cuando era blanco de la discriminación.
Con
Anthony Santos confirmé la grandeza del carisma en un artista y lo dichoso que
es todo aquel que lo posea y lo retribuya con respeto y humildad a su público.
La pasión y la fuerza en cada tema asombran si se piensa en un hombre de raíces
muy humildes que ha logrado mantenerse por tantos años en un medio tan exigente
como el de la música.
Mi
semana bachatera no terminaba cuando el mismo Bachatú ocupaba titulares que
contaban de su reclusión en la cárcel del Palacio de Ciudad Nueva, a raíz de
una demanda por un supuesto plagio. Lejos de golpear su popularidad, las
emisoras sonaban sus canciones y esa mañana se hizo casi colectivo en los
medios de opinión el rechazo a la medida. Y esa aceptación incondicional
desinteresada, se llama carisma.
La
bachata es hija del pueblo y lo de populacho en su música es precisamente un
espejo de lo cotidiano en los barrios pobres y en casas de ricos, donde también
cantan y bailan el “Voy pa allá” a todo pulmón y corazón. El arte como los
pensamientos es libre y no nació para estar preso.
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