Vivimos una cultura de apagones. La crisis energética
es parte ya de nuestra esencia; la eterna búsqueda de una salida a la incómoda
situación hace mucho que se convirtió en la historia de nunca acabar. Sin
importar partido político al mando, ni Jefe de Estado de turno o cambios de
administración, seguimos viviendo literalmente a oscuras y sin esperanza alguna
de ver la luz.
Privilegiados algunos que no sienten el azote de los
kilométricos apagones, porque la realidad es que hay sectores donde la energía
apenas se deja ver. Puede que las quejas por el mal estado de las calles, la
falta de agua, la especulación en los precios del pollo o el ruido en la Zona
Colonial tengan su momento, pero la súplica por la falta de luz es una
constante.
Por suerte, la risa, el buen humor y la asombrosa
capacidad del dominicano de sacar el lado jocoso a todo, nos acompaña siempre y
nos aligera la carga del camino. Somos los únicos en el mundo que llegamos a un
colmado y nos vale confirmar que la cerveza esté fría y que no haya sacrificado
su vestido de novia por culpa de un apagón; donde un ascensor se detiene entre
dos pisos y ni nos inmutamos porque sabemos de antemano de qué se trata; el
único lugar donde celebramos con aplausos cada vez que reestablecen el
servicio, como si se tratara de un favor de los dioses.
Pasadas las siete de la noche del miércoles pasado, el
funesto estruendo de un transformador que al parecer colapsó se coló entre la
brisa que entraba por la ventana y nos dejó a oscuras. Entre el gris de la tarde que agonizaba y los ojos de
la luna que timidamente encendían sus lentejuelas, huyéndole al calor
psicológico que traen consigo los apagones, salimos al balcón a pasar la
oscuridad e inevitablemente me remonté a principio de los 90, entre la Guerra
del Golfo, los intensos apagones y las largas filas para comprar combustible.
Sin embargo, sin esfuerzo alguno deseché esa parte y recordé el desenfado de la
vida de aquel entonces cuando los niños de aquel tiempo, que ya somos los
hombres y mujeres de hoy, aprovechábamos el apagón para jugar en la calle; la
tertulia de los viejos que sacaban las mecedoras a la acera; eché de menos el
té de jagua que hacía a la luz de las velas mi mamá; la solidaridad del vecino
que compartía el hielo de su nevera con los demás; recordé el radio de pilas de
papi sonando “Cien canciones y un millón de recuerdos”; las historias y las
risas cargadas de inocencia entre mis amigos, que para aquella época era lo único
que rompía el silencio de las noches oscuras del barrio.
Distante a aquellos recuerdos, esa noche en mi balcón
el ruido de los carros opacaba la risa de los escasos niños que jugaban en las
aceras; los viejos ya no son los de antes y los que están ya no salen; el calor
le negó el permiso al té de jagua y en lugar de la melodiosa voz de Fabio
Taveras o Bolivar Javier presentando “Percal” de Bienvenido Granda, un carro
aceleraba mientras sonaba a todo volumen un dembow de moda. Justo ahí entendí
que aquella de los noventa no era la verdadera crisis y entonces eché de menos
un apagón.
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