Entre
los trágicos titulares que anuncian más muertes de mujeres en manos de sus
parejas, la ciudad de Santo Domingo hizo un espacio y se vistió de luto el
pasado miércoles. Aún entre las diferentes cifras de víctimas mortales que
manejan la Procuraduría y los organismos feministas, la alarma se ha apoderado
de los ciudadanos para gritar que de violencia ya estamos al tope.
Mi
miércoles fue negro y asumí ese día de modo muy personal. Conozco del dolor de
familias que han sufrido los feminicidios en carne propia y sé de hijos que les
han arrebatado vilmente su derecho de crecer con su madre y en la mayoría de
los casos, privados también del amor de un padre, porque el agresor termina con
su propia vida. He conocido testimonios de mujeres sobrevivientes de violencia
de género e intrafamiliar que se le han escapado de tablitas a la muerte y de la
angustia que trae consigo vivir con el enemigo.
Ese
día ví mujeres vestidas de negro y por primera vez el luto trajo a mí cierto
aire de triunfalismo para robarme una sonrisa porque escasas veces la sociedad
logra coincidir en sus reclamos y agrupar conciencias sin distinción de género,
raza, estatus social o partido político. El día se vistió de negro a pesar del
sofocante calor de temporada y por encima del pesimismo de algunos que para
justificar quedarse de brazos cruzados alegan que una movilización frente al
Congreso no va a resolver la crisis de tajo.
Saberme
expuesta, porque todas de una manera u otra lo estamos, a una tragedia de esta
magnitud me mueve a solidarizarme y hacer los esfuerzos que sean necesarios
para desarraigarnos de la cultura machista y agresora que se sigue anotando
víctimas de sangre.
Como ciudadana, como madre y como mujer me sobran motivos
para reclamar el cese de la violencia, pero también asumir el compromiso de
educar en casa a mi hijo de 3 años como un caballero que sabrá que a las
mujeres no se les toca y que no son su propiedad; y hacer a mi hija una mujer
consciente de que aguante no es amor y que tiene tantos e iguales derechos como
el hombre.
A
riesgo de pecar de ilusa y de soñadora, no pierdo las esperanzas de entre
todos, dejar a la próxima generación una sociedad menos sangrienta y con
niveles más altos de educación. Si bien no estamos cerca de lograrlo, con un
reclamo de un 4 por ciento para educación que parece desvanecerse y perder
intensidad en su amarillo y aunque los artistas y las infames figuras del jet
set local insistan en hacerme perder el ánimo, no lo van a lograr. Me
tranquiliza saberme de una generación de hombres y mujeres que alzan la voz,
que estremecen las redes sociales y que acude a llamados civiles movidos por
nobles causas.
Mientras
tanto, desde mi columna agotaré las letras que sean necesarias, acogeré el
llamado de la sociedad y seguiré educando en amor abanderada fielmente al viejo
refrán que reza “Tanto da la gota en la piedra, que termina por romperla”.
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