A mis seis
años le rogué a mi papá para que me comprara un maletín de doctora. Lo recuerdo
al detalle como si fuera ayer, plástico blanco con una cruz roja en la tapa,
estetoscopio, jeringa, una lupa, un martillito de esos cómicos que siempre se
ven en las películas para probar los reflejos y un par de utensilios más
igualmente en plástico.
Cuando por
fin logré convertirme en la Doctora Paola y escaseaban los voluntarios que se
prestaran a seguir el juego de mis fantásticos diagnósticos, entonces me faltó
el paciente y un muñeco Minene salvó el hospital que funcionaba en mi
imaginación.
A los siete,
la sensación era Barbie. La muñeca de medidas perfectas, melena envidiable,
piernas kilométricas, cuerpo tonificado, imborrable sonrisa y con el novio perfecto
que ni el más fuerte de los vientos era capaz de despeinarlo y de estilo
inigualable.
Nuevos aires
tecnológicos soplaron y el Nintendo apenas se asomó se adueñó de nosotros. Las
largas tandas de diversión al aire libre, en la acera, en casa de la vecina o
la escalinata de la iglesia del barrio las condicionaban las horas de luz que
mandaba la CDE de aquellos tiempos. Rescatamos una princesa, le llenamos la
panza de guineos a un primate insaciable, vencimos al enemigo en sangrientos y
mortales combates y un fatality que
le sacara los sesos y le arrancara la cabeza de tajo al oponente en el
historial de juego despertaba noble admiración y respeto en el grupo.
Sobra
decirles que no me hice médico y tampoco enfermera, de Barbie guardo muchos
libros y libras de distancia y estoy más que lejos de las medidas en su
avispada cintura. Por suerte, tampoco terminé volando cabezas y muchísimo menos
entre sangre ni sesos. De mi generación, aquella de las Barbie, Minene y los
Nintendo, ninguno de mis compañeros ha hecho domicilio ni en La Victoria ni en
Najayo y a la fecha no he visto el rostro de alguno en las noticias porque haya
muerto en un intercambio de disparos con la policía.
A muy corta
edad descubrí que mis padres debían hacer magia para convertirse en Reyes Magos
para que yo mágicamente me topara con regalos debajo de mi cama. La desilusión
no me mató ni despertó el rebelde sin causa que habita en mí.
Ahora tenemos
ilusión, protegemos ese mundo de cristal con recelo para nuestros hijos,
rompemos brazos en una juguetería para ya no sólo dejar en enero sino también
premiar en Navidad, existe el control parental en televisión, cambiamos armas
por juguetes, las pistolas de mito dejaron de ser divertidas y de repente los
juegos de cocina se quedan en los anaqueles por el temor de criar niñas
sumisas.
Con tanto
esfuerzo y afán duele toparme, como efectivamente me ocurrió hace unos días,
con 13 niños hacinados en una cárcel de un tribunal, esperando ser juzgados por
“cosas de la vida”, mientras otros cuatro más llegan esposados de par en par.
Detrás los padres con el rostro que dice a gritos sin hablar “en qué
fallamos?”.
A mis 14
estrenaba el primer beso. A sus 14, Yan Carlos llora por un dolor de muelas y como
todo niño clama por su mamá, que impotente y entre lágrimas lo consuela desde
el otro lado de las rejas.
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