Con once años
y ya se desprendió de parte de su ser. Víctima muchas veces no sólo de un
monstruo vestido entre los humanos, también paga el precio de la ceguera
selectiva del Estado, del oscurantismo en pleno siglo XXI, de una sociedad que
aún se rige por lo que dicta lo divino y se hace de la vista gorda con la realidad
que estremece a los mortales en esta dimensión.
Lucecita es
una niña, que debería estar jugando vestida de inocencia y adornada de
ingenuidad. En su lugar, lucha por rebasar una fuerte infección contraída
después de alumbrar un bebé sano de 4 libras, fruto de una violación por parte
del esposo de su hermana, que abusó de ella quién sabe cuántas veces y que por
poquito le cuesta el útero o pagar con su vida. La familia de la niña, no supo
de su embarazo hasta bien avanzada su condición porque el agresor amenazaba con
matarla.
Justo cuando
creemos que se agotó nuestra capacidad de asombro, un hecho como éste sale a la
luz pública para cubrirnos con un manto de indignación, de pena que hace llorar
hasta el alma, de miedo porque no sabemos el rumbo de la sociedad y vamos a la
deriva y cortos de esperanza, de asco por saber que entre nosotros habitan
bestias que son capaces de dañar un angelito de esa edad, de incertidumbre por
cuidar nuestros hijos y por si fuera poco, sumado al desamparo que se apodera
de nosotros, sabiendo que no contamos con legisladores que nos representen
dignamente, que de manera tan torpe levantan la mano con más miedo que
vergüenza en su afán por defender lo que dicen las escrituras y apartando el
oído del corazón de la gente.
Las leyes
dominicanas obligaron a Lucecita a dar a luz, a ejercer una labor que está
exclusivamente reservada para las mujeres, no para las niñas, sin importar que dichas
leyes, tan geniales como absurdas y obsoletas, pongan en juego la vida de una
niña que apenas emprende la jornada del vivir. Los códigos aprobados por
nuestros honorables legisladores prohíben el aborto hasta terapéutico sin dejar
ni una brecha mínima para piedad alguna.
Bien vale la
pena recordar la recomendación que uno de ellos, con actitud de falso
iluminado, hiciera a las mujeres que necesitaran realizarse un aborto. Tan
sencillo como la matemática de 1, 2, 3, bastaba con rodar unos cuantos peldaños
de cualquier escalera y listo, según el diputado, el trabajo de un médico
especialista como por arte de magia ya estaba realizado. No decido que asombra
más, si el derroche de ignorancia, la osadía del honorable o saber que ese
mismo diputado deber tener una madre, una esposa y probablemente hijas.
Aparentemente, el Estado y sus representantes se
sienten intocables. Sin saber que una tragedia como la de Lucecita le puede
ocurrir a cualquiera, hasta a ellos mismos. Lucecita somos todos. Las leyes
están ahí, los legisladores también, ojalá no esperen que otra Lucecita toque
su puerta para finalmente empezar a trabajar por el bienestar de una nación.