lunes, 19 de septiembre de 2011

MI ROMANCE CON LOS LIBROS

He hecho un esfuerzo por recordar cuál fue el primer libro que leí y a pesar de mi buena memoria ni asomo de aquel recuerdo. A los seis años papi y mami ya me compraban las fábulas de Esopo y aún guardo en mi cabeza hasta las ilustraciones de aquel libro grande que me compraron una mañana en la librería Fermín, a dos esquinas de mi casa materna.
Pocos años más tarde, mis padres me pagaban cien pesos por cada libro leído y comprendido, que para una niña en los años ochenta aquella suma era una fortuna que requería fina destreza para administrarla.
Cada libro es atesorado en mi memoria y cada uno de ellos tiene vida propia en mi imaginación y en mis recuerdos. Por ejemplo, en mi cumpleaños número 13 recibí como regalo una novela de Laura Esquivel con una dedicatoria hermosa que aún guardo entre mis más preciados libros.
Cada episodio de este romance tiene su historia y tiene su gente. Mi familia, mis amigos, profesores y compañeros cada uno se ha hecho cómplice de este amorío y ha hecho sus aportes a la lista. Por mi familia, puedo decir que crecí entre libros. Y es que en casa, sin importar espacio, los libros siguen teniendo su lugar especial.
De mis amigos he heredado infinidad de libros y en muchos casos, grandes amistades han nacido a partir de ellos. Al amigo Vianco Martínez le debo mi cariño por los clásicos, hace muchos años me motivó a leer a Victor Hugo con “Nuestra Señora de París”, una obra que no sólo la disfruto cada vez que la releo sino que despertó en mí el interés por el género. Con Raquel Inoa, conocí el mundo de Almudena Grandes, una pluma genial y moderna, todo por un famoso préstamo que me niego a saldar y que reposa en mi librero.
En el caso de los profesores, siempre me he considerado dichosa. A lo largo del interminable camino del saber he tenido el honor de contar con maestros que me han llenado de inspiración. Aunque siempre fui un caso perdido en matemáticas, las horas de literatura o lengua española se me hacían cortas. Entre todos, Doña Carmen en mis años del Liceo Estados Unidos  fue una de las que más insistió en el hábito de la lectura y en presentarnos aquel fascinante mundo con tanta pasión y empeño a pesar del desinterés de una gran parte de la clase.
A mis 31 años me lamento de a veces no leer todo lo que quiero; de terminar los días tan agotada que el ánimo no alcanza para unos cuantas páginas mas y de que ir a una liberia a comprar mis libros con la entrega y dedicación de antes se haya convertido en un lujo.
Por suerte, con tantos avances tecnológicos en estos tiempos leer un libro sólo requiere de interés y en algunos un poco de voluntad. Y lo cierto es que fabricar el tiempo y hacer el espacio para el saber vale la pena. Les aseguro que una vez abierta la mágica puerta de la literatura se rendirán ante sus encantos y no tendrá mas remedio que vivir un romance de por vida seducido por las páginas de un buen libro.

lunes, 12 de septiembre de 2011

EL ENCANTO DE LOS PANCHOS

Mis hermanos y yo fuimos criados en medio de situaciones económicas no muy holgadas. Mi papá, víctima de la persecución política por sus ideas revolucionarias y mi mamá, haciendo magia para arreglárselas sola y no fallar en el intento. Pero la dicha no nos ha abandonado nunca. Parte de esa dicha es el hecho de contar con una familia relativamente numerosa, con muchos primos contemporáneos con los que siempre hemos guardado una estrecha relación que va más allá del vínculo sanguineo. Gracias a esas tías, tíos y primos conocimos el encanto de los panchos.
Unos les llaman relevos, otros les dicen remúas pero lo cierto es que no creo conocer a una sola persona que en su vida no haya heredado ropas o zapatos de sus hermanos mayores, de los primos o hasta de los amigos cercanos de la familia, amigos de esos que el tiempo y la cercanía le asignan el titulo de “como si fuera mi tío”. Sin importar estatus social, riqueza o pobreza, todos nos hemos puesto un pancho.
Para mí, y podría pecar de más romántica de la cuenta, se trata de un acto extraordinario de nobleza por parte y parte. De un lado, el desprendimiento sin arrogancia y sin desprecio del que da, y de otro, la digna humildad con que se recibe el regalo. Y si se piensa, a cualquiera se le desborda el corazón con aquel acto de entrega y la carga de sentimientos que pasa de una generación a otra sin darnos cuenta.
En mi familia, guardamos una prenda insignia que ha sido vestida por todos mis hermanos, por los hijos de mis hermanos y aspiro a que mis hijos y los hijos de mis sobrinos puedan vestir ese cardigan azul marino bordado con rayas finas blancas a la altura del pecho, aunque sea para una foto.
El misticismo de los panchos va más allá de la necesidad. No se trata de dar a los que no tienen, se trata de extender la dicha. No se trata de insultar o echar en cara la carencia, es más bien identificarnos con las necesidades del otro y lo más hermoso es el sentimiento de bienestar que reposa tanto en el que da como en el que recibe con las manos abiertas y lleno de felicidad.
Soy una fiel asidua de los panchos. Sé dar lo que tengo y compartir con los que necesitan, porque he recibido desde siempre infinidad de panchos que los atesoro y los recibo cual prenda nueva recién comprada en una tienda; mi hijo ha sido también beneficiado desde antes de nacer con tantos panchos, que gracias a la generosidad de mis amigas y mis familiares, fue muy poco lo que tuve que comprar para su nacimiento y aún en la actualidad sigue heredando panchos que son bien recibidos en el hogar y que serán eternamente agradecidos.
Con estas lineas rindo honor y me inclino ante la magia y el encanto de los panchos. Los celebro y los invito a que conozcan sus bondades, pongan en práctica el ejercicio de dar con dignidad y recibir con humildad.

lunes, 5 de septiembre de 2011

EL GUSTO DE COMPARTIR

Una visita a una heladería y una vuelta por el supermercado me pusieron a pensar en la importancia de compartir. En el primer establecimiento, una jóven de menos de 20 años, pero con las visibles huellas que deja el malpasar en el físico, se quedó corta a la hora de pagar una barquilla por falta de sólo 10 pesos. En esa misma semana pero en la caja de un supermercado, una señora que aprovechaba la funda de arroz en especial, entre nervios e incertidumbre la cuenta le toma por sorpresa y casi devuelve parte de los pocos productos, todos de primera necesidad, cuando la amable cajera le da el monto total y descubre que le faltan algunos 50 pesos.

La vida te prepara para enfrentar momentos como estos dependiendo de la formación en casa, del grado de humanidad que has aprendido por el ejemplo predicado y practicado por los padres y de la sensibilidad que guardes en tu corazón. Ayudas, o ignoras la situación y te haces de la vista gorda como que el asunto no es contigo.

Es una ley de vida aquello de que el que quiere compartir no duda en desprenderse de las cosas materiales y de que, por el contrario, el que no mira más allá de sus propias necesidades siempre encontrará una excusa para no hacerlo.

Desafortunadamente vivimos en un mundo regido por el individualismo y las personas movidas por la entrega y el desinterés se vuelven cada vez más escasas; mientras abunda la gente que urge de ese desprendimiento de corazón.

Ciertamente somos un pueblo solidario. Nadie puede negar que las grandes tragedias nos mueven, que existen miles de organizaciones que realizan loables labores, que suben muchos jóvenes movidos por esa entrega de corazón que dan a los que tienen menos. Pero más allá, existe el compartir cotidiano, la actitud de echar la mano y la capacidad de caminar con los zapatos del otro.

Lo que es poco para usted, le resuelve la vida a otra persona. Desde un plato de comida hasta una mochila del año pasado que su hijo se niega a llevar al colegio este año. De igual forma como usted no espera domingo o diciembre para estrenar, no espere tragedias para donar ropa de su vestidor. Basta con mirar a su alrededor para encontrar quien necesite de aquello que usted tiene. Y creáme, todos tenemos de ese algo.

Inculque a sus hijos la cultura del dar, del desprenderse de las cosas y enseñe con el ejemplo lo dichoso que nos hace el simple hecho de poder compartir con los demás un poco de aquello que se nos hace cotidiano. Economizar no se trata de ser mezquinos porque la pobreza no reside sólo en el bolsillo. No se trata de cubrir necesidades y menos de resolver los problemas de todo el mundo, pero sí de retribuir un poco la dicha que nos regala la vida, haciéndolo de corazón y abanderados siempre de la humildad silenciosa.