jueves, 17 de septiembre de 2015

TÍA PURITA, TE ENTREGO MI RELEVO



El inicio de la docencia este año trajo consigo un toque hermoso de nostalgia y alegría que ha invadido mi corazón. Mis hijos se despidieron con amor del cálido Maternal Montessori, cerraron un bellísimo ciclo en el que junto a todos los maestros dieron los primeros pasos en el ensayo de enfrentar lo que la vida les aguarda y se ocuparon de atesorar valiosos amigos y recuerdos que durarán una eternidad en su memoria y su corazón. 


 Se cierra un ciclo y con él se abren las puertas de una nueva etapa en la vida de mis hijos y de toda la familia. Vaya compromiso el que reposa sobre los hombros y el bolsillo de cada padre y madre a la hora de elegir no sólo un nuevo colegio, sino lo que se convertirá en una fuente de saber y un hogar de aprendizaje en el que pasarán largas jornadas del día, despertando el conocimiento y construyendo amistades, sueños y esperanzas. Lograr aquello sin quedarnos cortos de sábanas cada noche para arroparnos, no es tarea sencilla.



Yo por un lado, repleta de anhelos con mis hijos, esperanzada en hacer de ellos gente de bien y con el corazón inflado de tanto querer lo mejor para ellos. De otro lado, mis hijos, listos para emprender con ansias el nuevo reto que les ofrece el eterno aprender de la vida, llegaron a Escuela Nueva.


Hablar del Colegio Escuela Nueva es hablar de la escuela de la familia. Allí, todos mis hermanos y yo gozamos del privilegio de hacer de aquel dulce plantel nuestro hogar sin condiciones. Un lugar seguro en el que siempre había abrazos, sonrisas, enseñanzas, lecciones de vida, solidaridad, dulzura, valores, respeto y de una manera muy especial, libertad. Allí todos fuimos iguales y las diferencias no existieron jamás.


Mis hermanos, Juan Miguel y Yenny, ostentan con orgullo el hecho de haber pertenecido al grupo de estudiantes fundadores cuando en 1973, en medio del oscurantismo de aquella época y bajo el reacio régimen de Los Doce Años del doctor Balaguer, la tía Purita Sánchez y tía Magaly Pineda junto a otras maestras de un valor y una valentía incalculables, dieron el salto y fundaron la Escuela Nueva.


Una escuela innovadora, revolucionaria, que más allá de graduar estudiantes se ha dedicado desde siempre a formar ciudadanos. Emprendiendo la labor, sin descansar, de entregar a la sociedad jóvenes más creativos, más democráticos y con un alto sentido crítico y real de la vida. Los resultados están ahí, en tantas generaciones de muchachos de bien que han salido de allí, en la continuidad de una escuela que ya lleva en su labor más de 40 años desafiando a una sociedad tan cambiante como la de hoy y en los que como yo, regresamos allí para entregar la valiosa herencia de la Tía Purita a quienes desde ya se convierten en el relevo.



Hoy, tantos años después, Escuela Nueva sigue siendo aquel refugio cálido en el que la cercanía habla de Tías en lugar de profesoras; en el que el color del calzado, la mochila o el corte de pelo no definen a una persona; en el que la competencia más allá de los límites saludables, simplemente no tiene cabida y en el que la merienda es el espacio para compartir y no para competir.


Allí sigue reinando el mismo ambiente amoroso que la Tía Purita conquistó a golpe de cariño y que logró que su hogar fuera el hogar de todos, sin condiciones y sin horarios. Los muros de aquella casa rosada que se confundía entre la misma escuela, no conocieron límites dentro del plantel; las puertas de aquella casa nunca se cerraron; los emblemáticos muebles de mimbre siempre se brindaron; la escalinata que siempre nos recibió y que se hacía interminable ante nuestros ojos y la inocencia que adornaba a aquellos años y que hoy de la mano de mis hijos me parece tan pequeña; el olor a pan camarón y jugo de limón que repartían cada mañana a las diez casi como un acto noble de justicia; los días de helado que se esperaban con ansias y con entusiasmo; la libertad que se respiraba entre danza, teatro, música y deportes; todo eso habla de un hogar más que una escuela.


Los pinos, donde vivimos tantas emociones y que sin duda alguna, deben guardar algo del espíritu y el alma de todos los que hemos pasado por allí y que hoy, tantos años después, uno de ellos aún sigue en pie como un soldado que se resiste a abandonar sus compañeros en el campo de batalla de la vida y en cambio se queda erguido como cuidando que los sueños de todos sus hijos se hagan realidad, es sin duda alguna una muestra de que allí las cosas buenas como el alma de la Tía Purita duran la eternidad.


Regresar a Escuela Nueva a reencontrarme con una parte de mi corazón que nunca se ha ido y repasar aquellos años en mi memoria, me hacen sentir una mujer inmensamente dichosa de haber conocido y haber gozado del cariño y la entrega de la Tía Purita. Recordar la entereza, la dignidad, la fortaleza y la valentía de una mujer que en esa misma medida se entregaba a nosotros con aquella dulzura, con un corazón alegre, con nobleza y humildad, con una vocación desbordante que la delató en cada acto de entrega y dedicación con todos sus sobrinos y sin distinción, me devuelve la fe y renueva los ánimos para seguir llevando con orgullo la antorcha de Escuela Nueva y ceder el turno a mis hijos.


Aquí van mis hijos, eterna Tía Purita. Ellos, de la mano de la Tía Karina y todas las tías y tíos que aún siguen haciendo de Escuela Nueva el hogar que nos regalaste, tienen el inmenso compromiso de relevarme en estas líneas, quizás como yo veinte y tantos años después, pero con el mismo orgullo y la misma alegría que me invaden el corazón al escribir sobre ti, tu memoria, mis recuerdos, tu legado y tu valor.
 
¡Por siempre, Tía Purita!

lunes, 14 de septiembre de 2015

JEFE, NO ES PERCEPCION. SE LLAMA REALIDAD

Dos asaltos a bancos comerciales en plena ciudad capital en menos de ocho días. Uno de ellos cobró la vida del agente de seguridad que trabajaba en esa sucursal desde hacía cinco años. Los hechos están sembrando el pánico en la población ante los altos índices de inseguridad que se registran en todo el país y de paso alimentan la indignación de una sociedad que se siente en el justo derecho de reclamar una necesidad tan básica como es la seguridad ciudadana.

Según una encuesta de Gallup, la seguridad ciudadana ocupa el segundo puesto en los temas que preocupan a los dominicanos, después del alto costo de la vida aquí. Lo que se ve en estos días espanta y no hace falta tampoco ser un sociólogo para saber que el desenfreno del que somos víctimas responde a muchísimos factores que van desde la pobreza extrema, la falta de oportunidades, la deficiente formación familiar y la cultura de dinero fácil que heredamos del narcotráfico, los capos y los corruptos. Por mencionar sólo algunos de una lista interminable y relativa de factores, en la que cada quien carga su dosis de culpa.

Todos los casos de delincuencia, de todos los niveles, desde el ladrón común hasta el sicariato, son protagonizados en su mayoría por muchachos jóvenes menores de edad o que no alcanzan los 25 años. Muchachos que crecen llenos de resentimiento social y que en sus adentros están convencidos de que la sociedad les debe, que el Estado les ha fallado por no darles “lo suyo” y descargan la culpa justificando sus fallas con coger la calle sin albergar una gota de piedad a la hora de tirar del gatillo.

Basta ver escasos diez segundos de un video de seguridad del banco asaltado para ver la rapidez y la determinación con que uno de los asaltantes sacó un arma y de un solo disparo como un experto, sin mediar una sola palabra, mató al guardia que estaba en la puerta. Frio, calculado, sin reservas y decidido a matar, como quien anda errante en la vida sin nada que perder, temerario y sin el más mínimo apego a la vida. 


La misma frialdad con que un martes cualquiera muy temprano en la noche y en plena avenida Máximo Gómez, concurrida como de costumbre, junto a mis hijos vi como tres hombres en dos motocicletas le arrancaron la cartera a una mujer, mientras dos de ellos le apuntaban con pistolas. La mujer muerta de miedo corrió despavorida como una presa que en un descuido huye de su verdugo. Mi primer pensamiento fue agradecer que no la mataran.

Una niña de 9 años se desaparece ante los ojos de toda una comunidad en el sector Los García del Kilometro 22 de la Duarte, no deja rastros, nadie ha visto nada, todo el mundo teje sus propias esperanzas. A más de un mes, desaparece otra de la misma edad en San Juan de la Maguana. Las dos coinciden en ser niñas de muy escasos recursos y en que en ambos casos, la lentitud y el desinterés parecen ser parte del proceso investigativo.

En Puerto Plata, un par de muchachos jóvenes circulan en una motocicleta realizando atracos a mano armada y mantienen en vilo a toda la población. Los rostros clarísimos de ambos están en las redes y la gente en esa ciudad asegura que los capturan, los sueltan sin mayores problemas y siguen haciendo lo suyo.

A muchos les ha tocado vivir episodios de delincuencia, todos sabemos de alguien que ha sufrido la violencia de la calle en estos tiempos y muchos de ellos no están para contarlo. Todos leemos en los periódicos de asaltos y muertes; las redes sociales se hacen eco de sucesos desafortunados de todo tipo. A los que no les ha tocado la delincuencia de cerca, son considerados dichosos y a los que sí han sufrido sus efectos, se deben considerar sobrevivientes de una clase que sólo busca aniquilar a su paso.

Esa precisamente es la realidad. Agradecer a malhechores que le perdonen la vida a quienes se fajan a buscar el dinero de manera honrada y que la vida siga el curso agitado como que los actos de delincuencia son lo normal o como que nos anestesiaron el orgullo y el respeto por la vida. No lo digo yo, lo dice todo el mundo que vive en este país, mientras el jefe de la Policía Nacional, Mayor General Manuel Castro Castillo, asegura que se trata de un asunto de percepción errada de la población, mientras cita números de unas frías estadísticas.

Mi invitación va hoy para que el estimado Jefe del cuerpo del orden, salga de su oficina, sin escolta, sin uniforme, sin seguridad y camine por la ciudad de Santo Domingo. Sin distinción de barrio, le concedo el honor de elegir; puede ser el exclusivo corazón de Piantini, allí donde le robaron la vista y un viaje de esperanzas a Francina Hungría o puede ir a la 42 en Capotillo o Cristo Rey, donde los muertos no alcanzan a las noticias. Si no es suficiente, que aborde un carro público con cartilla o sin cartilla a ver cuánto le dura la cartera. O quizás contestar una llamada en cualquier semáforo de la ciudad o someterse al espanto que causa el sonido de un motor mientras intenta cruzar una avenida y no se sabe si va a ser víctima de un atraco, si se acabó allí la vida o se trata sólo de un susto por el apuro de un  delivery.

Si su percepción no cambia después de vivir nuestra realidad, la que nos toca enfrentar cada día con el puñal afilado al pulso de la yugular, generosamente le concedo mis líneas y emprendemos la cruzada contra nosotros, los incrédulos que sufrimos los embates de una delincuencia que supuestamente sólo es parte de nuestra percepción y habita en nuestras cabezas.

YO ESCOGÍ SER FELIZ


Entre mis nueve y diez años de edad, recuerdo una composición libre asignada por una de mis profesoras de la escuela, para que en mis propias palabras explicara el significado de la felicidad. La tarea me pareció una misión; a esa edad no encontraba la forma de explicar de manera precisa un sentimiento tan inmenso ante los ojos de cualquier niña a esa edad. Recuerdo haber desglosado un sin número de acciones que para mí eran las más cercanas a esa plenitud.


Hoy a mis 35, la tarea me sigue quedando muy grande y aquella composición infantil sigue siendo un reto completarla. Aún con mis años, con la experiencia vivida, con la intensidad que adorna a cada uno de mis días, con el regalo divino de mis hijos, con la calidez de mi familia y mis buenos amigos, con los amores perdidos y ganados, definir la felicidad en palabras simples sigue siendo una misión para mí. Aún me siguen faltando palabras e imágenes que encajen y me siguen faltando piezas que parecen infinitas en el rompecabezas de la vida.

En el trayecto, no he logrado dar con una definición concreta de felicidad; y no hablo ni por un segundo del sentido que otorgan tres líneas en un diccionario. Hablo de lo que sale del corazón, del lenguaje que no necesita palabras para ser entendido ni señas para ser descifrado, de lo que brota de lo más íntimo de nuestro ser y que es capaz de convertir lo más ordinario en un derroche maravilloso e invaluable a la altura del mismo Rey Midas, que en lugar de convertir todo en oro, lo convierte en alegría y cosas buenas.

De ello, si puedo afirmar su fragilidad. La delicadeza de un sentimiento tan noble y a veces tan bipolar, que basta una mañana de un martes o una conversación de domingo para que todo rastro de lo que en algún momento se definió a sí mismo como ilusión, esperanza, victorias, ternura, pasión y entrega, de repente se convierta en tristeza, pesar y una avalancha de dudas y cuestionamientos envueltas en un manto gris de lágrimas capaz de hacer sentirnos tan infantil y tan tontos.

Sin embargo, tampoco pierdo la fe. De almas nobles que en mi camino se han ido amontonando como espectadores de este constante ensayo que es la vida, he aprendido y atesorado un millón de experiencias que cada día me acercan a la felicidad y me avivan el ánimo en esta eterna búsqueda de lo que nos hace auténticamente felices.

Una de ellas, y sin duda alguna de las más valiosas, es la de soltar el afán. Aceptar el hecho de que la felicidad no depende de nadie más que nosotros y de que a veces ese perseguir y conquistar en nombre de ser feliz, no es más que una labor desgastante. Soltar, esperar y aceptar que a veces para muchos la felicidad nos llega por ratos, dosificada.

Me ha costado. No es tarea fácil asumir la felicidad como un estado mental maravilloso, que nos hace sentir mejores personas como si el mundo conspirara a favor nuestro y en cambio, recibirla solo por ratos. Intenso pero a cuentagotas, cuando atacan las ganas de que dure para toda la vida.

Una lección de vida dura y constante cuando se pone a prueba el deseo y la voluntad de que ese rato de felicidad deje de ser un rato y se convierta en eternidad. Cuando los besos saben tan dulces; cuando el pecho y su lado izquierdo encajan a la perfección con la espalda protectora que cuida los sueños; las conversaciones y los temas no se acaban jamás; el sueño se vive despierto y se anhela no despertar.
 
Yo personalmente dejé de perseguirla y en su lugar la espero siempre con ansias, la recibo en cada encuentro como si nunca se hubiese ido de mi lado, sigo los temas con mi felicidad como si recién termináramos de darnos amor en la mañana y nos espera el café en la cama mientras se organiza el día mentalmente, la espero con vino y copas marcadas; cocino con amor y pongo su sitio en la mesa; saco del cajón la ropa que viste en mi hogar para que se acomode, encuentre el punto cálido perfecto en mi corazón y no se quiera ir de aquí…al menos no por el rato largo que le corresponde conmigo. Mi turno de ser feliz.

LA EDUCACIÓN SEXUAL DE MIS HIJOS, MI RESPONSABILIDAD


Vestidos con el uniforme de la escuela y bajo el candente sol que castiga la piel a las mismas dos de la tarde, una parejita de novios se besa en las escalinatas de una acera en una calle de Santo Domingo. Ella, con catorce años y un mundo en su cabeza que sobrepasa la experiencia de cualquier mujer; el, con unos quince que ante la madurez arrolladora de la novia, pasan más por unos trece o catorce en teoría. A esa hora, con el calor de infierno y bajo aquel sol, se besan, se pegan contra la pared, se acarician, ella se sienta en sus piernas y él le acaricia el pelo en un gesto de ternura que se esfuerza por encajar en aquella escena.

Ella es fruto de un embarazo no planificado. La madre, termina de calentar un arroz del día anterior, para dárselo a sus tres hijos, todos de un padre distinto y ninguno de ellos planificado. Quizás ajena al cuadro que se vive en la acera de su casa o quizás consciente de ello pero presa de la impotencia ante una hija que no puede controlar y que se le escapa de las manos. 

Con la capa caída y agotada para rebatir, por asumir que los fallos de aquellos años le arrebatan el derecho de reclamo para enderezar sus hijos y guiarlos por un camino digno que los aparte de cometer los errores que ella cometió.

El resto de sus hijos, uno en casa de una tía paterna que lo asumió como propio en nombre de que no se perdiera en las calles; el menor, ya a sus escasos trece, protagoniza las peleas del barrio y desarrolló una habilidad asombrosa para tirar piedras que parece más un talento desperdiciado en las manos equivocadas.

De los padres, poco se sabe. Ninguno asumió la paternidad responsable ni se encarga de darle mayor seguimiento que regalar un Iphone en navidad a cada hijo. En su lugar, los abuelos se han echado la carga encima hasta donde las condiciones lo permiten y bajo los términos del que se arrima.

A la madre nunca le hablaron de educación sexual, de enfermedades de transmisión sexual, de embarazos no deseados, de su órgano reproductor o de la responsabilidad que representa un hijo cuando se asume con valores, por ende, en su casa ese tema es tabú y así permanecerá hasta que quizás en algún momento, las circunstancias obliguen a debatir si su hija menor de edad debe interrumpir los estudios por un embarazo no deseado o si la suerte le permite seguir jugando con fuego y hormonas.

El cuadro es común. Mucho más repetido que lo que usted y yo podemos imaginar y más duro de lo que también nos permite nuestra privilegiada realidad imaginar. Los embarazos en adolescentes por culpa de la ignorancia, justo cuando las hormonas hacen el trabajo en éxtasis, son una realidad que azota a los hospitales de aquí y a miles de familia de escasos recursos en República Dominicana.

Hemos sido víctimas de una política nula por parte del Estado, que simplemente no existe para enfrentar esta nefasta realidad y cuando el avance y la brecha de posibles soluciones para frenar la tragedia, choca con los muros del oscurantismo de una iglesia que pretende poner fin al desamparo de estas niñas con oraciones, abstinencia y religión. Una práctica milenaria que por estadísticas, ha rendido muy pocos frutos que no sea colocarnos en los primeros lugares de la funesta lista de países con mayor índice de niñas embarazadas. De eso hablan los números.

La realidad apunta que la fe admite refuerzos y que en la educación de los pueblos y los hijos de hoy, puede que esté la verdadera salvación. No se trata de repartir condones alegremente a niños que lo asumen como globos divertidos; ni se trata de atragantar a las niñas con píldoras anticonceptivas. Se trata de empoderarlos sobre su más preciada pertenencia, su cuerpo. Que sean capaces de postergar las relaciones sexuales, no por imposición si no por decisión propia. Que entiendan las consecuencias y el precio vitalicio que cobra un embarazo no deseado.

La solución de una problemática que afecta seriamente a un Estado que se supone no está regido por la iglesia, no puede hallarse exclusivamente en la fe y por ende, no puede enfrentar a la ciudadanía y los feligreses como si se tratara de un debate sacado de la Edad Media.

Mientras se aclaran intereses, yo como madre y cabeza de una familia, declaro que la ignorancia llega hasta la puerta de mi casa. Y extiendo cordialmente la invitación a que hablen con sus hijos. Que se empeñen en encontrar el perfecto equilibrio entre lograr un vínculo de amistad y respeto saludable entre sus hijos y ustedes. Que se hablen las cosas fuera del marco del miedo y que los problemas se enfrenten con dignidad y mucha responsabilidad en cada acto, que pese cada decisión para que a la hora de enfrentar el mundo, los hijos sepan que tienen mucho que perder.
 
El futuro de mis hijos no lo confío plenamente al Estado, al juicio de legisladores, ni al de un Obispo o un Cardenal. Yo regalo educación a mis hijos.