La política, vista desde
las gradas, ha sido parte de mi vida desde siempre. Sin esfuerzo alguno crecí
entre libros de Marx y Enver Hoxha, fotos de Fidel y El Ché; los nombres del
presidente Mao y Lenin eran tan familiares escucharlos como las otras cosas que
me ocupaban de niña y adolescente. Recuerdo vívidamente la caída del Muro de
Berlín mientras lo veíamos por televisión en la antigua casa de mi niñez, de
esos episodios que marcaron mi memoria y de los que me siento orgullosa de
atesorar.
Uno de esos momentos, sin
duda alguna, fue la salida libre de Nelson Mandela tras 27 años de prisión en
condiciones inhumanas, acusado de traición y condenado a cadena perpetua. No
sabía con certeza de qué se trataba y al igual que el Muro de Berlín, despertó
en mí una curiosidad, inusual para mis años, que me llevó a preguntar con afán
de qué se trataba todo aquello. Entendía sólo lo que mi corta edad me permitía
entender, sin importar el esfuerzo y las palabras llanas que mi papá con
dulzura empeñaba para explicarme y saciar aquellas preguntas tan peculiares.
Por alguna razón, recuerdo
el pelo bañado en gris plata, el puño en alto saludando a su gente en actitud
de victoria y el detalle que marcó mi recuerdo eterno de Mandela, la sonrisa
que desbordaba el rostro de aquel hombre y que se hizo parte de la imagen de
Madiba cada vez que llega a mi mente.
Si la sonrisa es un reflejo
del alma, entonces Mandela debió poseer el alma más inmaculada y honesta de toda
la humanidad. En sus años de lucha por reivindicar derechos de sus hermanos
negros, en los años de cárcel en aquellas condiciones infrahumanas, sus tiempos
de libertad y los últimos años, aún en condiciones muy deterioradas de salud,
mantuvo la sonrisa que hablaba de paz, de calidez y de amistad que invitaban al
cariño aún sin conocerlo.
Y es que el amor y la
amistad acompañaron a Mandela desde principio de su lucha. Así lo demostró
desde siempre, cuando su partido presentó en 1955 un programa de gobierno que
planteaba, entre los derechos de los sudafricanos, una política de amor y paz
que creía en la negociación y no en la guerra entre los pueblos y que creía
fielmente en la re-eduación y no en la venganza de aquellos que debían ser
reformados en las cárceles. En un sangriento ambiente de persecución y de
injusticias, hacerse grande apelando a los medios para abrir las puertas del
aprendizaje y la cultura, hablan de una mente que trasciende la simple calidad
humana y que lo coloca por encima de la generosidad de corazón y la entrega
desmedida en nombre de hacer justicia con los hombres.
La dimensión de Mandela
puede medirse no sólo por la actitud de duelo en todos los rincones ante la
muerte de un líder del mundo. También por la entereza de un hombre, que en un
caso extraordinario como fuera de esta galaxia, se hizo grande a punta y filo
de lealtad a sus ideales, fiel a sus hermanos, los oprimidos de su pueblo y
logró resistir con tal integridad física y moral tantos años de adversidades y
aún así conservar siempre la sonrisa que lo hizo tan grande y tan humano.
Tenacidad, entereza,
voluntad y coraje se resumieron en un sólo hombre que deja un legado
incalculable demostrando que con humildad, bondad y firmeza se llega más lejos
que con pugnas y contiendas. Hecho con el mismo material que hacen a los héroes
y que tanto escasea en estos tiempos, a diferencia de los guerreros que exhiben
sus armas y sus espadas en postura gallarda, Mandela se exhibió con humildad y
grandeza vistiendo como sus únicas armas la modestia, la paciencia, el amor y
una eterna sonrisa que nos hará recordarlo por siempre como el eterno abuelo de
nuestros corazones.
Hasta siempre, Madiba!