martes, 19 de febrero de 2013

HASTA QUE TOQUE SU PUERTA


Con once años y ya se desprendió de parte de su ser. Víctima muchas veces no sólo de un monstruo vestido entre los humanos, también paga el precio de la ceguera selectiva del Estado, del oscurantismo en pleno siglo XXI, de una sociedad que aún se rige por lo que dicta lo divino y se hace de la vista gorda con la realidad que estremece a los mortales en esta dimensión.

Lucecita es una niña, que debería estar jugando vestida de inocencia y adornada de ingenuidad. En su lugar, lucha por rebasar una fuerte infección contraída después de alumbrar un bebé sano de 4 libras, fruto de una violación por parte del esposo de su hermana, que abusó de ella quién sabe cuántas veces y que por poquito le cuesta el útero o pagar con su vida. La familia de la niña, no supo de su embarazo hasta bien avanzada su condición porque el agresor amenazaba con matarla.

Justo cuando creemos que se agotó nuestra capacidad de asombro, un hecho como éste sale a la luz pública para cubrirnos con un manto de indignación, de pena que hace llorar hasta el alma, de miedo porque no sabemos el rumbo de la sociedad y vamos a la deriva y cortos de esperanza, de asco por saber que entre nosotros habitan bestias que son capaces de dañar un angelito de esa edad, de incertidumbre por cuidar nuestros hijos y por si fuera poco, sumado al desamparo que se apodera de nosotros, sabiendo que no contamos con legisladores que nos representen dignamente, que de manera tan torpe levantan la mano con más miedo que vergüenza en su afán por defender lo que dicen las escrituras y apartando el oído del corazón de la gente.

Las leyes dominicanas obligaron a Lucecita a dar a luz, a ejercer una labor que está exclusivamente reservada para las mujeres, no para las niñas, sin importar que dichas leyes, tan geniales como absurdas y obsoletas, pongan en juego la vida de una niña que apenas emprende la jornada del vivir. Los códigos aprobados por nuestros honorables legisladores prohíben el aborto hasta terapéutico sin dejar ni una brecha mínima para piedad alguna.

Bien vale la pena recordar la recomendación que uno de ellos, con actitud de falso iluminado, hiciera a las mujeres que necesitaran realizarse un aborto. Tan sencillo como la matemática de 1, 2, 3, bastaba con rodar unos cuantos peldaños de cualquier escalera y listo, según el diputado, el trabajo de un médico especialista como por arte de magia ya estaba realizado. No decido que asombra más, si el derroche de ignorancia, la osadía del honorable o saber que ese mismo diputado deber tener una madre, una esposa y probablemente hijas.

Aparentemente, el Estado y sus representantes se sienten intocables. Sin saber que una tragedia como la de Lucecita le puede ocurrir a cualquiera, hasta a ellos mismos. Lucecita somos todos. Las leyes están ahí, los legisladores también, ojalá no esperen que otra Lucecita toque su puerta para finalmente empezar a trabajar por el bienestar de una nación. 

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