No tengo la mínima idea de en qué momento específico
en la vida de cada ser humano, es que uno cae en cuenta que ha madurado. Cuándo
es que uno deja de verse en constante aprendizaje y se dice a sí mismo “Ok, ya soy grande”. Yo prefiero
llamarle crecer y sonar menos a fruta.
De pequeña, recuerdo aquel afán con el que todos
queríamos ser “grandes”. Es más, todavía a mis años les hablo a mis hijos en
esos términos, consciente ya de que la grandeza no tiene que ver ni con años ni
con tamaño. Aquel insistir en pintar los labios y mis uñas de rojo, a pesar de
que “la virgencita llora” y demás
cuentos de camino; con qué afán anhelaba yo ponerme un sostén, o al menos tener
material que guardar en ellos. Cómo soñaba con manejar por autopistas de
ensueño donde no caben los problemas.
Desde que recuerdo siempre quise ser periodista. Los
tiempos sólo me alcanzaban para imaginarme frente a una máquina de escribir, manipulando
una grabadora cubriendo hechos noticiosos de gran revuelo para alguna emisora
de radio y armando fascinantes historias y reportajes dignos de una primera
plana.
Tantos años después, jugando ya a “ser grande”, estoy convencida de que la mente de los pequeños viene
hecha sólo para imaginar cosas buenas o que quizás por esa inocencia y candidez
que adorna la niñez, uno logra atesorar los mejores recuerdos de su vida. Tan
buenos, que duran para toda la vida y fácil, como nada, definen al ser humano
que uno puede llegar a ser.
Soñé tanto que heredé el hábito de seguir soñando aún
en medio del caos, con los ojos abiertos y sin que me espante el ruido de la
realidad. Y así, he sido tan feliz y me han premiado con tantas cosas buenas,
que las que hoy no están no me hacen ni falta y las que se han ido, simplemente
dejaron de estar para dar paso a mejores historias que contar.
La vida, terca y obstinada, insiste en darme lecciones
gratis de lo cíclico que es vivir y de las vueltas increíbles que sabe dar el
destino cuando le toca barajar las cartas. A veces hermosas, llenas de magia y
otras, desafortunadas y tristes pero todas con el único fin de enseñarme a asumir
la vida como un regalo.
Casi termina el año y yo, que peco de ser nostálgica y
de pensamientos en sepia, aprovecho estos días para pasar balance mental. Sin
disgustos, sin enojarme con la vida, sin reproches, sin cuestionar y echar la
vista atrás, sólo por un rato, tomarme un café con ella.
Y justo cuando eso pasa, que la vida me estruja en la cara
la fragilidad del ser, dejo de esperar que la vida se reivindique conmigo y me
ocupo yo misma de vivir.
De ese mundo de ensueño que uno pasaba como película
en su cabeza, la realidad anda muy lejos. Crecer me ha costado tanto y aún me
siento novata cuando de la vida se trata.
Cierto que siento que crecí. Me siento más mujer, más
madre, más apasionada, más cerca de mis viejos y más en sintonía con mis
hermanos, más agradecida. He amado con madurez, me he dejado someter dulcemente
por el apego, he sido celosa, sigo sintiéndome libre, he soltado con dignidad,
he avanzado, he perdonado, he pedido perdón, he llorado pero también cuánto he
bailado y reído, he cometido errores, los he reconocido y he aprendido de
ellos, me enamoraron, he sido muy correspondida, he desafiado mi cuerpo, mi
mente y mi corazón, corrí mi primer medio maratón y terminé entera, me han
prometido y yo he creído, he sorteado problemas de la vida diaria con la gracia
digna de una dama, no peleo con la vida, no me comparo con los demás, me he
quedado sin dinero, he vuelto a ahorrar, hago lo que me gusta y me pagan por
ello y por encima de tantas cosas, sigo soñando.
Tanto sueño, que como jugada del destino, ahora añoro
entonces con afán el desenfado de ser niña y de vivir la vida con la misma libertad
como cuando las mayores preocupaciones se resumían a crayolas, vestidos y helados
de limón. Cómo cuesta vivir, pero que bueno es estar vivos.