sábado, 13 de abril de 2013

LA MEDIA HORA MAS LARGA DE MI VIDA


Treinta minutos tardé exactamente en llegar a mi casa. Treinta minutos que parecieron una eternidad. La tarde del jueves que se portaba complaciente, a pesar de tener el carro en el taller por segunda vez en un mes, había alcanzado para hacer todas mis diligencias, logré zafarme de los tapones en las grandes avenidas, almas generosas se habían encargado de trasladarme cómodamente y el tiempo alcanzó hasta para una charla y café con mis hermanas.

Marcando casi las seis de la tarde de aquel casi perfecto jueves, decidí jugármela y llamar un taxi para llegar a casa. Quizás no era la salida más cómoda para mí, pero sí la más justa para los que me habían servido de chofer hasta ese momento y que merecían un descanso. Entre lo práctico de no tener que manejar y la destreza de los taxistas para evitar tapones y semáforos, la idea puesta de esa manera no sonaba tan mal. La flojera que provoca montarme con un completo extraño se disipaba con el consuelo de llegar rápido a casa y encontrarme con mis hijos y mi familia. Aunque por poco y no llego.

La pesadilla empezó desde que abordé y saludé gentilmente y su respuesta fue el silencio. Debí bajarme, debí hacer caso a la intuición que me susurraba al oído que me encontraba frente al máximo altar a la mala educación. Bastaba con verle la cara de pocos amigos al taxista para concederle la razón a aquella corazonada.


Nos recibe el tapón de la Kennedy, como un presagio de lo que estaba por venir. Sin música de fondo, más que los bocinazos que pegaba aquel muchacho, los improperios que gruñía entre dientes y que gritaba con rabia a los conductores, con el cristal siempre abajo, como para evitarse la fatiga de estar constantemente abriendo las ventanas para agredir verbalmente a quien se metiera en su camino.

Con una agilidad casi acrobática se las iba arreglando para no cederle el paso a nadie, cerrar el camino sin distinción alguna de hombre o mujer y cuando fue necesario, en tres ocasiones, tirarle el carro encima a otros choferes como en venganza por haber logrado colarse y tomar ventaja de la distancia de un vehículo…tremenda ventaja!

Entre malas palabras, la amargura de un hombre oxidado, los frenazos que intentaban aturdirme y mi arrepentimiento que casi me obligaba a bajarme en la primera esquina y tomar otro taxi o caminar si era necesario para sacudir aquella energía negativa que intentaba nublar mi existencia.

La cosa llegó dónde iba cuando por escasos centímetros una camioneta que cambiaba de carril casi le choca el Toyota al taxista, que como si se tratara de una lucha personal, vilmente le cerraba el paso. Intentó sacar una pistola mientras frenaba de golpe y amenazaba al chofer vecino con darle cuatro plomazos.

Si de algo yo estaba segura es de que ese día yo no salí con planes de matarme, muchísimo menos en una pendeja discusión por un carril en una vía pública y por supuesto que se lo dejé saber de manera muy enérgica.

A él le costó bajar la marcha, calmar la actitud y cambiar de tema con su clienta. A mí, me costó el sobresalto de chocar de frente con la triste cultura de violencia que nos arropa en todos los niveles y que parece ir ganando la batalla. Por suerte, antes de finalizar esa semana conocí a Erick, un taxista decente, conversador, del escaso grupo de los que ceden el paso y él se encargó de reivindicar la imagen de sus colegas y borrar aquella amarga experiencia de mi memoria.

1 comentario:

  1. Yo espero que hayas llamado a la base y denunciado con puntos y comas a este ANIMAL. Te cuento una experiencia personal de hace unos años.

    Yo usaba mucho los taxis porque si no ya hubiera muerto de los piques que da manejar en este país. Solía llamar a taxistas específicos que he ido conociendo, pero de vez en cuando ninguno estaba disponible. En esos casos me tocaba irme a la lotería de llamar a la base y esperar a un sabediosquién que me recogiera. Podría pensar que el que me tocó esa vez era el mismo gorila que a ti, pero dices que era joven y el que me tocó era un tipo maduro. Quizás eran padre e hijo. El auto estaba bastante maltratado y el comportamiento del tipo era más que igual a lo que describes (excepto el incidente del arma, que si me pasaba eso, me mata a mí de la rellenada que le iba a dar). Siempre pido tarifa con la base junto con la unidad, y cuando llego le pregunto al pana cuánto es. Me dijo que 200 por ir de Piantini a Las Praderas. "Comando, esa no es la tarifa usual" le dije, sabiendo que me habían dicho 170. Obviamente, 30 pesos no me hacen ni más rico ni más pobre pero siempre quiero tener la potestad de darlos de propina si me da mi mardita gana. El tipo insiste en que son 200, que la base no sabe de eso, y que fue en hora pico "y con aire" (que si te enfrió a ti, a mí tampoco). Insisto en que esa no es la tarifa y que pida a la base. "Dame lo que quieras, y ya". Le pasé 150 de maldad. Gruñó y masculló una frase reveladora: "Me va a costar volver a conchar".

    Nomás me desomnté llamé a la base, pedí un supervisor y lo denuncié. El tipo no quiso entrar en detalles pero confirmó que era "un taxista nuevo" que venía de conchar. Me dijo que lo suspenderían por dos horas. Tiempo después llamé y pedí la misma unidad y me dijeron que ya no trabajaba ahí (era de Taxi Capital, que luego se unió a Apolo Taxi).

    ¿Resumen del cuento? La calidad de los taxistas está decayendo fuertemente pues están siendo invadidos por choferes de concho, acostumbrados a ese comportamiento gorilesco que sufrimos tú y yo. Por eso, es nuestro deber denunciarlos y cuestionar cualquier vaina que nos pase en un taxi que sea delicada.

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