Dos asaltos a bancos comerciales en plena
ciudad capital en menos de ocho días. Uno de ellos cobró la vida del
agente de seguridad que trabajaba en esa sucursal desde hacía cinco
años. Los hechos están sembrando el pánico en la población ante los
altos índices de inseguridad que se registran en todo el país y de paso
alimentan la indignación de una sociedad que se siente en el justo
derecho de reclamar una necesidad tan básica como es la seguridad
ciudadana.
Según una encuesta de Gallup, la
seguridad ciudadana ocupa el segundo puesto en los temas que preocupan a
los dominicanos, después del alto costo de la vida aquí. Lo que se ve
en estos días espanta y no hace falta tampoco ser un sociólogo para
saber que el desenfreno del que somos víctimas responde a muchísimos
factores que van desde la pobreza extrema, la falta de oportunidades, la
deficiente formación familiar y la cultura de dinero fácil que
heredamos del narcotráfico, los capos y los corruptos. Por mencionar
sólo algunos de una lista interminable y relativa de factores, en la que
cada quien carga su dosis de culpa.
Todos los casos de delincuencia, de todos
los niveles, desde el ladrón común hasta el sicariato, son
protagonizados en su mayoría por muchachos jóvenes menores de edad o que
no alcanzan los 25 años. Muchachos que crecen llenos de resentimiento
social y que en sus adentros están convencidos de que la sociedad les
debe, que el Estado les ha fallado por no darles “lo suyo” y descargan la culpa justificando sus fallas con coger la calle sin albergar una gota de piedad a la hora de tirar del gatillo.
Basta ver escasos diez segundos de un
video de seguridad del banco asaltado para ver la rapidez y la
determinación con que uno de los asaltantes sacó un arma y de un solo
disparo como un experto, sin mediar una sola palabra, mató al guardia
que estaba en la puerta. Frio, calculado, sin reservas y decidido a
matar, como quien anda errante en la vida sin nada que perder, temerario
y sin el más mínimo apego a la vida.
La misma frialdad con que un martes
cualquiera muy temprano en la noche y en plena avenida Máximo Gómez,
concurrida como de costumbre, junto a mis hijos vi como tres hombres en
dos motocicletas le arrancaron la cartera a una mujer, mientras dos de
ellos le apuntaban con pistolas. La mujer muerta de miedo corrió
despavorida como una presa que en un descuido huye de su verdugo. Mi
primer pensamiento fue agradecer que no la mataran.
Una niña de 9 años se desaparece ante los
ojos de toda una comunidad en el sector Los García del Kilometro 22 de
la Duarte, no deja rastros, nadie ha visto nada, todo el mundo teje sus
propias esperanzas. A más de un mes, desaparece otra de la misma edad en
San Juan de la Maguana. Las dos coinciden en ser niñas de muy escasos
recursos y en que en ambos casos, la lentitud y el desinterés parecen
ser parte del proceso investigativo.
En Puerto Plata, un par de muchachos
jóvenes circulan en una motocicleta realizando atracos a mano armada y
mantienen en vilo a toda la población. Los rostros clarísimos de ambos
están en las redes y la gente en esa ciudad asegura que los capturan,
los sueltan sin mayores problemas y siguen haciendo lo suyo.
A muchos les ha tocado vivir episodios de
delincuencia, todos sabemos de alguien que ha sufrido la violencia de
la calle en estos tiempos y muchos de ellos no están para contarlo.
Todos leemos en los periódicos de asaltos y muertes; las redes sociales
se hacen eco de sucesos desafortunados de todo tipo. A los que no les ha
tocado la delincuencia de cerca, son considerados dichosos y a los que
sí han sufrido sus efectos, se deben considerar sobrevivientes de una
clase que sólo busca aniquilar a su paso.
Esa precisamente es la realidad.
Agradecer a malhechores que le perdonen la vida a quienes se fajan a
buscar el dinero de manera honrada y que la vida siga el curso agitado
como que los actos de delincuencia son lo normal o como que nos
anestesiaron el orgullo y el respeto por la vida. No lo digo yo, lo dice
todo el mundo que vive en este país, mientras el jefe de la Policía
Nacional, Mayor General Manuel Castro Castillo, asegura que se trata de
un asunto de percepción errada de la población, mientras cita números de
unas frías estadísticas.
Mi invitación va hoy para que el estimado
Jefe del cuerpo del orden, salga de su oficina, sin escolta, sin
uniforme, sin seguridad y camine por la ciudad de Santo Domingo. Sin
distinción de barrio, le concedo el honor de elegir; puede ser el
exclusivo corazón de Piantini, allí donde le robaron la vista y un viaje
de esperanzas a Francina Hungría o puede ir a la 42 en Capotillo o
Cristo Rey, donde los muertos no alcanzan a las noticias. Si no es
suficiente, que aborde un carro público con cartilla o sin cartilla a
ver cuánto le dura la cartera. O quizás contestar una llamada en
cualquier semáforo de la ciudad o someterse al espanto que causa el
sonido de un motor mientras intenta cruzar una avenida y no se sabe si
va a ser víctima de un atraco, si se acabó allí la vida o se trata sólo
de un susto por el apuro de un delivery.
Si su percepción no cambia después de
vivir nuestra realidad, la que nos toca enfrentar cada día con el puñal
afilado al pulso de la yugular, generosamente le concedo mis líneas y
emprendemos la cruzada contra nosotros, los incrédulos que sufrimos los
embates de una delincuencia que supuestamente sólo es parte de nuestra
percepción y habita en nuestras cabezas.
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