Entre mis
nueve y diez años de edad, recuerdo una composición libre asignada por una de
mis profesoras de la escuela, para que en mis propias palabras explicara el
significado de la felicidad. La tarea me pareció una misión; a esa edad no
encontraba la forma de explicar de manera precisa un sentimiento tan inmenso
ante los ojos de cualquier niña a esa edad. Recuerdo haber desglosado un sin
número de acciones que para mí eran las más cercanas a esa plenitud.
Hoy a mis
35, la tarea me sigue quedando muy grande y aquella composición infantil sigue
siendo un reto completarla. Aún con mis años, con la experiencia vivida, con la
intensidad que adorna a cada uno de mis días, con el regalo divino de mis
hijos, con la calidez de mi familia y mis buenos amigos, con los amores
perdidos y ganados, definir la felicidad en palabras simples sigue siendo una
misión para mí. Aún me siguen faltando palabras e imágenes que encajen y me
siguen faltando piezas que parecen infinitas en el rompecabezas de la vida.
En el
trayecto, no he logrado dar con una definición concreta de felicidad; y no
hablo ni por un segundo del sentido que otorgan tres líneas en un diccionario. Hablo
de lo que sale del corazón, del lenguaje que no necesita palabras para ser
entendido ni señas para ser descifrado, de lo que brota de lo más íntimo de
nuestro ser y que es capaz de convertir lo más ordinario en un derroche
maravilloso e invaluable a la altura del mismo Rey Midas, que en lugar de
convertir todo en oro, lo convierte en alegría y cosas buenas.
De ello, si
puedo afirmar su fragilidad. La delicadeza de un sentimiento tan noble y a
veces tan bipolar, que basta una mañana de un martes o una conversación de
domingo para que todo rastro de lo que en algún momento se definió a sí mismo
como ilusión, esperanza, victorias, ternura, pasión y entrega, de repente se
convierta en tristeza, pesar y una avalancha de dudas y cuestionamientos
envueltas en un manto gris de lágrimas capaz de hacer sentirnos tan infantil y
tan tontos.
Sin
embargo, tampoco pierdo la fe. De almas nobles que en mi camino se han ido amontonando
como espectadores de este constante ensayo que es la vida, he aprendido y
atesorado un millón de experiencias que cada día me acercan a la felicidad y me
avivan el ánimo en esta eterna búsqueda de lo que nos hace auténticamente
felices.
Una de
ellas, y sin duda alguna de las más valiosas, es la de soltar el afán. Aceptar
el hecho de que la felicidad no depende de nadie más que nosotros y de que a veces
ese perseguir y conquistar en nombre de ser feliz, no es más que una labor
desgastante. Soltar, esperar y aceptar que a veces para muchos la felicidad nos
llega por ratos, dosificada.
Me ha costado.
No es tarea fácil asumir la felicidad como un estado mental maravilloso, que
nos hace sentir mejores personas como si el mundo conspirara a favor nuestro y
en cambio, recibirla solo por ratos. Intenso pero a cuentagotas, cuando atacan
las ganas de que dure para toda la vida.
Una lección
de vida dura y constante cuando se pone a prueba el deseo y la voluntad de que
ese rato de felicidad deje de ser un rato y se convierta en eternidad. Cuando
los besos saben tan dulces; cuando el pecho y su lado izquierdo encajan a la
perfección con la espalda protectora que cuida los sueños; las conversaciones y
los temas no se acaban jamás; el sueño se vive despierto y se anhela no
despertar.
Yo personalmente dejé de perseguirla y en su
lugar la espero siempre con ansias, la recibo en cada encuentro como si nunca
se hubiese ido de mi lado, sigo los temas con mi felicidad como si recién
termináramos de darnos amor en la mañana y nos espera el café en la cama
mientras se organiza el día mentalmente, la espero con vino y copas marcadas;
cocino con amor y pongo su sitio en la mesa; saco del cajón la ropa que viste
en mi hogar para que se acomode, encuentre el punto cálido perfecto en mi
corazón y no se quiera ir de aquí…al menos no por el rato largo que le
corresponde conmigo. Mi turno de ser feliz.
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