Mis hermanos y yo fuimos criados en medio de situaciones económicas no muy holgadas. Mi papá, víctima de la persecución política por sus ideas revolucionarias y mi mamá, haciendo magia para arreglárselas sola y no fallar en el intento. Pero la dicha no nos ha abandonado nunca. Parte de esa dicha es el hecho de contar con una familia relativamente numerosa, con muchos primos contemporáneos con los que siempre hemos guardado una estrecha relación que va más allá del vínculo sanguineo. Gracias a esas tías, tíos y primos conocimos el encanto de los panchos.
Unos les llaman relevos, otros les dicen remúas pero lo cierto es que no creo conocer a una sola persona que en su vida no haya heredado ropas o zapatos de sus hermanos mayores, de los primos o hasta de los amigos cercanos de la familia, amigos de esos que el tiempo y la cercanía le asignan el titulo de “como si fuera mi tío”. Sin importar estatus social, riqueza o pobreza, todos nos hemos puesto un pancho.
Para mí, y podría pecar de más romántica de la cuenta, se trata de un acto extraordinario de nobleza por parte y parte. De un lado, el desprendimiento sin arrogancia y sin desprecio del que da, y de otro, la digna humildad con que se recibe el regalo. Y si se piensa, a cualquiera se le desborda el corazón con aquel acto de entrega y la carga de sentimientos que pasa de una generación a otra sin darnos cuenta.
En mi familia, guardamos una prenda insignia que ha sido vestida por todos mis hermanos, por los hijos de mis hermanos y aspiro a que mis hijos y los hijos de mis sobrinos puedan vestir ese cardigan azul marino bordado con rayas finas blancas a la altura del pecho, aunque sea para una foto.
El misticismo de los panchos va más allá de la necesidad. No se trata de dar a los que no tienen, se trata de extender la dicha. No se trata de insultar o echar en cara la carencia, es más bien identificarnos con las necesidades del otro y lo más hermoso es el sentimiento de bienestar que reposa tanto en el que da como en el que recibe con las manos abiertas y lleno de felicidad.
Soy una fiel asidua de los panchos. Sé dar lo que tengo y compartir con los que necesitan, porque he recibido desde siempre infinidad de panchos que los atesoro y los recibo cual prenda nueva recién comprada en una tienda; mi hijo ha sido también beneficiado desde antes de nacer con tantos panchos, que gracias a la generosidad de mis amigas y mis familiares, fue muy poco lo que tuve que comprar para su nacimiento y aún en la actualidad sigue heredando panchos que son bien recibidos en el hogar y que serán eternamente agradecidos.
Con estas lineas rindo honor y me inclino ante la magia y el encanto de los panchos. Los celebro y los invito a que conozcan sus bondades, pongan en práctica el ejercicio de dar con dignidad y recibir con humildad.
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