viernes, 13 de enero de 2012

VENCERSE A UNO MISMO

Una intensa llovizna bautizaba el cielo la mañana del 25 de diciembre, temperatura agradable, relativamente fria para los que vivimos en esta isla caribeña y apenas el reloj marcaba las ocho y media de la mañana. Despertar ese día fue un reto después de la cena de Navidad, especialmente cuando el subconsciente nos dice que para la mayoria es un día feriado y por ende no se trabaja.

Al igual que otras ocupaciones, prensa es un trabajo de vocación y de compromiso que no conoce aquello de días festivos. Por el contrario, cuando el calendario viste de rojo la fecha, es ahí cuando más prioritario se hace cumplir con la labor. Para mí no había excusa para no pararme de la cama, sin importar el calor de las sabanas que invita a robarle unos largos minutos más a la faena, el chocolate caliente que acompaña el desayuno en familia o la tierna caricia de mi hijo de 3 años que me derrite con un “trabajar no, mami”.

Ciertamente dificil, pero nadie dijo que iba a ser facil. Con la valentía de un soldado en pleno combate logré sacudirme y alistarme para trabajar. Bajo aquella incómoda llovizna, que no decide convertirse en aguacero; ni tan intensa para paraguas pero ni tan tenue como para rechazarlo. Sin sombrilla a mano, la clásica excusa de mujer de no querer arruinar mi pelo, me detuvo unos largos minutos a la puerta de mi casa esperando para montarme en mi carro y emprender el camino a la misma labor de todos los dias.

Todo estaba puesto para dar dos pasos atrás, subir un par de peldaños y volver a acurrucarme en mi cama que me coqueteaba de la forma más descarada. Me siento en plena acera, miro al cielo como esperando que por algún milagro pare la llovizna y decido esperar lo que la prudencia y la puntualidad me permiten para no llegar tarde al trabajo.

Mientras espero, maldiciendo mentalmente al genio que inventó el trabajo y al que nos designó con una dosis de responsabilidad, pensando por qué no decidí ser mercadóloga o trabajar en un banco y cumplir horarios convencionales, una voz anuncia cerezas y aguacates y alcanzó a ver a un muchacho, mucho más joven que yo, con una batea repleta de aguacates en la cabeza y cargando además una cubeta rebosada de hermosas cerezas rojitas en una de sus manos, caminando bajo la misma lluvia que me detenía desde hace rato y que me tenía indecisa de caminar unos escasos pasos a la comodidad de un vehiculo con apenas mi cartera y un bulto de maquillaje en mis manos.

Con vergüenza y sintiendome endeudada con mi voluntad, detengo al joven para comprarle unas latas de cerezas y un par de aguacates. Converso un poco con el muchacho y como una estocada al corazón, descubro que tiene 23 años, viene desde San Cristobal y que salió de su casa a las seis de la mañana.

La escena me hizo cuestionarme quien era yo para quejarme de la vida y me dio el empujón necesario no sólo para mojarme hasta mi carro sino para cumplir satisfecha con lo que el día trajera. Tanto quejarse de la vida hace que olvidemos lo dichosos que somos y a veces sólo basta abrir bien los ojos y el corazón con humildad para mirar alrededor y sentirnos agradecidos por todo.

La vida requiere de nosotros voluntad, esfuerzo, disciplina y el deseo de querer hacer las cosas. La necesidad de vencerse a uno mismo es en ocasiones el mayor obstaculo que nos presenta el destino. Olvídese de demostrar al mundo lo que es capaz de hacer, demuéstrese a sí mismo la voluntad que alberga su corazón y superese todos los dias. Sobre todo, rebaje la cuota de quejas…nada facil, pero vale la pena.

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