El
espíritu competitivo vive en cada uno de nosotros. Todos llevamos por dentro la
fiesta lista y armada para celebrar los triunfos y los bríos que se necesitan
cuando falla el aliento en el afán por ganar y muchas veces hasta sin saberlo.
Unos, en su justa medida que saben dosificar las ansias de ganar y consiguen el
equilibrio perfecto para saborear victorias con humildad y otros, que se dejan
embriagar por las mieles de la victoria y se llevan a su paso todo lo que
encuentran sin medir consecuencias en el viaje de vuelta.
Lo
cierto es que a todos nos gusta ganar y a nadie le gusta perder. La desgastada
frase de “lo importante es competir” cada vez parece más en desuso y fuera de
circulación. La gente, en todas las áreas y niveles, entrena en la vida para
ganar mientras se olvidan de, en honor al difícil equilibrio, aprender también
a manejar y aceptar dignamente las derrotas. A esos, que no aceptan una
derrota, la falta de humildad y la ceguera que provoca la terquedad, les basta
una batalla perdida para dejarlos aturdidos y abatidos en la lona.
Y
es que toca admitir que a cualquiera seduce la victoria. Pocos se resisten al
coqueteo descarado de poder ganar, de vencer, de demostrar al mundo y hasta a
sí mismo, de qué estamos hechos y de lo que somos capaces de hacer cuando la
mente, el cuerpo, el alma y las ganas trabajan en armonía para lograr una meta.
Vencer al oponente, vencer a la mente, vencer a la voz negativa que a todos nos
susurra en medio de la lucha, y vencerse a uno mismo, deja la convicción de que
no todo está perdido. Sacar de abajo cuando se cree que se agotaron las
reservas y demostrar que es posible, quizás a pesar de la mala fe y en contra
de todos los pronósticos, es quizás el acto que más valentía requiere en medio
del diario vivir.
Lo
único que supera en valentía y coraje a sacar bríos donde olvidamos que habían
es sin duda alguna levantar las piernas cuando tropezamos. La luna de miel con
la gloria y las campanas de victoria son efímeras porque las batallas se libran
a diario en el campo de la vida. Perder una batalla, insistir, volver a perder
y volver a insistir hasta por fin ganar, requiere de igual o quizás más coraje
que alzarse con la espada y la cabeza del adversario.
Si
bien ya no es tan importante “sólo competir” recuerde que la humildad y la
bondad aún no pasan de moda. El triunfo de hoy puede convertirse en la derrota
de mañana o viceversa. La vida se mantiene girando y no sabemos a ciencia
cierta a quien tendremos que mirar a los ojos mañana.
Asuma
sus victorias con regocijo y ponga en práctica la humildad, como un ejercicio
de grandeza. Conquiste sus miedos, demuéstrese a usted mismo y después a los
demás el tronco de ser humano que usted puede ser, no se deje arrebatar lo que
a usted le corresponde, por lo que usted ha trabajado o lo que se ha ganado,
defiéndase de la vida y de los que estamos de paso aquí, que en ocasiones
solemos ser muy crueles, pero mantenga siempre pendiente el mensaje que su
defensa envía a sus hijos, a su familia, a sus amigos y a sus seres queridos,
porque al final de la jornada cuando dejemos de estar, el legado de grandeza y
humildad es lo que queda.
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