Siempre he
escuchado decir que los tiempos de hoy no son los de antes. El mismo Joaquín
Sabina en una de sus canciones dice “al
lugar donde has sido feliz no deberías tratar de volver” como una clara
convicción de que hay que seguir avanzando sin importar los tiempos. El pasado
es casi siempre protagonista de la nostalgia y a veces hasta de la tristeza
cuando de recordar tiempos mejores se trata.
No vengo en ánimo
gris a imponer la nostalgia. Me gusta ser de los tercos que siguen caminando
contracorriente o hacerme cómplice del viento con tal de avanzar a toda costa.
Pero entre niñas embarazadas sumidas en la pobreza, la desdicha, el abuso y el
abandono desde antes de tomar impulso para andar por la vida; curas y
sacerdotes declarados en rebeldía y perseguidos por la justicia acusados de
seducir y violar niños o noticias de un padre que mata a su propio bebé de
siete meses de nacido, es difícil no cuestionarse el rumbo que tomamos los
humanos en la sociedad de hoy.
Es irónico que en
tiempos en que las donaciones y colectas para necesitados ya no sólo llegan de
manos de políticos o gobernantes sino de gente, en su mayoría, movida por la
buena voluntad, se escuche de otro lado a gente justificar el asesinato a
balazos en una avenida de la capital de un joven limpiavidrios por no perdonar
una agresión material. Cuesta creer, pero los hechos así lo confirman a gritos,
que la vida vale menos que un carro.
No sé que me
espanta más, el hecho de matar por un arranque a un ser humano, sin importar
condiciones, o leer y escuchar a quienes consideran como una agresión gravísima
que otro mortal les agreda su vehículo o su propiedad al punto que eso les
valga la vida. Ni el más grave de los latazos o el más feo de los rayones
justifica quitarle la vida a un ser humano y por ende pasarse el resto de sus
días prófugo de la justicia mientras el cuerpo resista y la suerte esté de su
lado, aquí, en Colombia o en Japón. Una cosa es defenderse y otra es descargar
la ira y agredir.
Recuerdo con
nostalgia los tiempos en que se auxiliaba a un extraño con un ataque de
epilepsia, por citar un ejemplo de aquellos años, y miro con pena la
realidad de estos años que no nos permite ni siquiera indicar una dirección a
quien se encuentra legítimamente desorientado. Vivimos presos del miedo y la
desconfianza se ha vuelto una necesidad para poder sobrevivir en esta selva de
salvajes. Y no es para menos.
Alcanzamos niveles
de inseguridad en los que a veces se hace necesario pedir disculpas a quien nos
pisa o nos empuja a fin de evitar tragedias y donde una mirada mal puesta nos
puede costar el último aliento. Los pleitos se resuelven con un sicario en oferta
que fija en cien mil pesos el costo de una vida o acido del diablo en cualquier
callejón.
No hace falta un
estudio exhaustivo para caer en cuenta que el mundo anda patas arriba, mientras
se nos escapa la capacidad de asombro, la sensibilidad, el sentir humano, el
empoderamiento, la caridad y hasta algo tan esencial y mecánico como los
modales. Nos anestesia la triste conformidad con lo injusto y nos golpea el
letargo de no hacer nada más que quejarnos.
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