lunes, 26 de mayo de 2014

CASADA CON LA REALIDAD Y SIN ESPERANZA DE DIVORCIO



No se conoce el significado de la palabra “compromiso” hasta que uno realmente se compromete con uno mismo. No por elección, más bien por convicción y porque la mente, el corazón o lo que sea que se asocie con la felicidad, le pide a gritos y hasta exige que termine haciendo lo que a cada uno en realidad le gusta y le hace feliz.

Tras unos meses sin escribir, que me han parecido interminables, entre compromisos, nuevos retos personales y cambios extraordinarios en mi vida, hoy regreso al ruedo y entre teclas, letras, ideas y un usual apagón de sábado por la noche confirmo una vez más que esto de escribir no lo elegí porque sí; que de hecho, ni siquiera me dio el chance de elegir, porque me escogió a mi y al parecer lo hizo desde siempre y para toda la vida.

Mi vida ha estado asociada a las letras desde que tengo uso de razón y la memoria me lo permite. Mis recuerdos están escritos en “Times New Roman” y pueden oler a tinta y a imprenta cuando cierro los ojos. Mi niñez estuvo repleta de periódicos, libros, cartas, postales y revistas de todas partes del mundo que llegaban por correo convencional de manos de Dominga, la eterna cartera de mi barrio en la Zona Colonial.


De máquinas de escribir, papel bond y correctores los conocí todos mucho antes de aprender a leer y a escribir y resultaba un cuadro muy común que una vieja grabadora fuera protagonista en mis horas de juego.

Pero lo que nunca supe fue que escribir se podría volver una necesidad y que la expresión del ser es esencial para quien se le hace la vida más cotidiana si le dan la oportunidad de escribirla en lugar de solamente hablarla.

En estos meses he confirmado una vez más que no existe forma humana de callar las ideas en la mente de quien siente la necesidad de escribirlas y compartirlas. No hay fórmula alguna para aquietar esa voz que demanda hacerse eco de muchos bajo la firma única y universal de un solo ser. Nada se compara con la sensación de un alma que escribe cuando es capaz de coincidir con muchos al mismo son, aún sin compartir el idioma, los pensamientos o la razón.

Aunque no se escriba, la realidad y la cotidianidad obligan a uno a sacar sus propias conclusiones en la mente y a escribir sus artículos mentales, por más descabellado que se lea. La vocación y el gusto de hacer lo que se disfruta hacen que uno termine titulando sus pensamientos.

La vida adquiere otro sentido cuando se le añade esa dosis de párrafos, letras y acentos. Y se le da la invaluable oportunidad de que la inercia no se apodere de uno; de no cruzar los brazos por más cómodo que sea adoptar esa actitud pasiva y borrega tan de moda en estos días en el nombre de tristemente encajar.

La muerte de El Gabo, que obliga a releerlo una y otra vez más, así sea por décima vez o hasta lograr que alguien le escriba al coronel; el vuelo eterno de Sonia que no detiene la música y las letras de “Andresito Reina” en mi cabeza, por más que intento aquietarla; la voz elegante de Cheo Feliciano con “Amada mía” que me sabe a mecedora en acera y noche de brisa fresca. Regalan a mi corazón interminables horas de inspiración.

Y de otro lado, la indignación y el asombro que no se separa de mi ser cuando leo titulares de películas que se apoderan de mi pedacito de tierra que solía ser refugio de paz y de gente noble.

Razones me sobran para no dejar de dar teclazos y en caso de que falle la tecnología, acudir a la vieja mascota y al lápiz y meterle mano a la realidad como lo llegué a hacer en mis inicios.

La realidad, la parte buena, la no tan buena, la que se esconde y la mala, me obligan a hacer lo propio y me mandan a ser feliz. A seguir escribiendo mientras no fallen las fuerzas y mientras ustedes me sigan haciendo el favor divino de leerme. Y como para mi la felicidad es innegociable, aquí me tienen, felizmente casada con las letras en este eterno matrimonio sin divorcio.

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