No se conoce el significado de la palabra
“compromiso” hasta que uno realmente se compromete con uno mismo. No por
elección, más bien por convicción y porque la mente, el corazón o lo que sea
que se asocie con la felicidad, le pide a gritos y hasta exige que termine
haciendo lo que a cada uno en realidad le gusta y le hace feliz.
Tras unos meses sin escribir, que me han
parecido interminables, entre compromisos, nuevos retos personales y cambios
extraordinarios en mi vida, hoy regreso al ruedo y entre teclas, letras, ideas
y un usual apagón de sábado por la noche confirmo una vez más que esto de
escribir no lo elegí porque sí; que de hecho, ni siquiera me dio el chance de
elegir, porque me escogió a mi y al parecer lo hizo desde siempre y para toda
la vida.
Mi vida ha estado asociada a las letras desde
que tengo uso de razón y la memoria me lo permite. Mis recuerdos están escritos
en “Times New Roman” y pueden oler a
tinta y a imprenta cuando cierro los ojos. Mi niñez estuvo repleta de
periódicos, libros, cartas, postales y revistas de todas partes del mundo que
llegaban por correo convencional de manos de Dominga, la eterna cartera de mi
barrio en la Zona Colonial.
De máquinas de escribir, papel bond y
correctores los conocí todos mucho antes de aprender a leer y a escribir y
resultaba un cuadro muy común que una vieja grabadora fuera protagonista en mis
horas de juego.
Pero lo que nunca supe fue que escribir se
podría volver una necesidad y que la expresión del ser es esencial para quien
se le hace la vida más cotidiana si le dan la oportunidad de escribirla en
lugar de solamente hablarla.
En estos meses he confirmado una vez más que no
existe forma humana de callar las ideas en la mente de quien siente la
necesidad de escribirlas y compartirlas. No hay fórmula alguna para aquietar
esa voz que demanda hacerse eco de muchos bajo la firma única y universal de un
solo ser. Nada se compara con la sensación de un alma que escribe cuando es
capaz de coincidir con muchos al mismo son, aún sin compartir el idioma, los
pensamientos o la razón.
Aunque no se escriba, la realidad y la
cotidianidad obligan a uno a sacar sus propias conclusiones en la mente y a
escribir sus artículos mentales, por más descabellado que se lea. La vocación y
el gusto de hacer lo que se disfruta hacen que uno termine titulando sus
pensamientos.
La vida adquiere otro sentido cuando se le
añade esa dosis de párrafos, letras y acentos. Y se le da la invaluable
oportunidad de que la inercia no se apodere de uno; de no cruzar los brazos por
más cómodo que sea adoptar esa actitud pasiva y borrega tan de moda en estos
días en el nombre de tristemente encajar.
La muerte de El Gabo, que obliga a releerlo una
y otra vez más, así sea por décima vez o hasta lograr que alguien le escriba al
coronel; el vuelo eterno de Sonia que no detiene la música y las letras de
“Andresito Reina” en mi cabeza, por más que intento aquietarla; la voz elegante
de Cheo Feliciano con “Amada mía” que me sabe a mecedora en acera y noche de
brisa fresca. Regalan a mi corazón interminables horas de inspiración.
Y de otro lado, la indignación y el asombro que
no se separa de mi ser cuando leo titulares de películas que se apoderan de mi
pedacito de tierra que solía ser refugio de paz y de gente noble.
Razones me sobran para no dejar de dar teclazos
y en caso de que falle la tecnología, acudir a la vieja mascota y al lápiz y
meterle mano a la realidad como lo llegué a hacer en mis inicios.
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