lunes, 13 de junio de 2011

LA BONDADOSA CIUDAD

Mi constante afán por evadir incómodos tapones sumado a la necesidad de ahorrar combustible, en tiempos que el altísimo costo de la gasolina parece ahogarnos, me ha llevado a buscar rutas alternativas todos los días cuando me toca cumplir con mi horario de trabajo. No me quejo, lejos de ser una aburrida y pesada tortura, las distintas rutas mantienen mi interés en el camino y cada mañana disfruto toparme con escenarios distintos que me recuerdan la belleza de mi ciudad y la dicha de vivir en ella.

Unas veces me toca el mar, aunque me tome más tiempo, el Malecón de Santo Domingo me ofrece la ventaja de los escasos semáforos, de la impresionante vista del inmenso mar Caribe y el usual cielo despejado que corona la ciudad; sin hablar de la elegancia de las palmeras que adornan todo el recorrido. Otras veces cruzo las espigadas edificaciones de la Anacaona y me envuelvo en la extraña mezcla de concreto y arboles de esa avenida, entre la modernidad de algunos de los suntuosos edificios y el verde de los árboles del parque.
En algunas ocasiones, la tumultuosa avenida 27 de febrero resulta la mejor opción para llegar a mi lugar de trabajo y disfruto la generosidad de los elevados, los rostros de la gente del tapón, las ocurrencias de los vendedores de los semáforos, la impaciencia de muchos conductores y la decencia y la gentileza de otros cuando ceden el paso en una ciudad que corre con tanta prisa.
Hace días, negada a rendirme ante la aburrida monotonía decidí probar suerte con la avenida del Mirador o de la Salud. Una nueva ruta que, aunque me iba a tomar más tiempo llegar a casa, prometía hacer mi viaje más ligero y diferente a los días anteriores. Para mi sorpresa, a solo unos metros de iniciar el recorrido, un inmenso flamboyán repleto de flores me recibió y rindió cuentas de lo que iba a ser un camino lleno de color y belleza natural. Traté de contarlos, pero al perder la cuenta decidí reducir la velocidad y disfrutar aquel paisaje clavado justamente en medio de la ciudad.
Un taxista a la espera de cualquier servicio en el área, ajeno a la belleza de aquella estampa, se cobija debajo de uno lleno de flores en su copa que ha pintado de rojo anaranjado hasta el tosco concreto. Cuatro agentes de la policía que reposan la comida del mediodía, aprovechan la sombrita y el fresquito que se disfruta debajo de otro de esos árboles. Una señora que vende pastelitos en una bandeja cubierta con una funda plástica negra, se sacude del pelo un par de flores que desinteresadamente le regalan las mismas ramas que le brindan su sombra acogedora. Incontables flamboyanes se dejan admirar a lo largo de los fluidos kilómetros de la avenida del Mirador.
Todas y cada una de las rutas, con sus encantos, con sus tapones y con su gente nos recuerdan la bondadosa ciudad en que vivimos y de que en toda situación negativa siempre habrá algo positivo que nos recuerde que no todo está perdido.

1 comentario:

  1. Toda razón, Paola! Si no fuera por la cantidad de malandrines que pululan esa zona, yo me atrevería a retomar ese escenario para caminar y trotar. Es una maravillosa conexión la que se hace con el aire menos contaminado del lugar. Sin dudas, estamos cortos de espacios como el Mirador Sur. Y tu framboyán (árbol de fuego significa su nombre según me dijeron) me recordó una foto que hice hace años en ese mismo Mirador. Si la ubico te pongo el enlace.

    ResponderEliminar