lunes, 3 de octubre de 2011

EL NECESARIO SAN MIGUEL

Coincidir un 29 de septiembre en el Pequeño Haití con la celebración del Día de San Miguel me hizo descubrir un submundo que vive latente entre los muchos devotos del Arcángel. Como un juego del destino ese jueves vestía una pieza de ropa roja y me tocó ir a comprar unas flores al citado barrio donde muchos compatriotas haitianos viven y se ganan el peso en los comercios informales de la zona, sin querer logré confundirme con una de las mujeres que le compran flores al santo.

Para llegar allí nos tocó evadir el tapón de los alrededores de la Iglesia San Miguel, que ese día se viste de fiesta y recibe a miles de feligreses para celebrar al santo. Entre música de palos, bizcocho, tabaco y ron le rinden tributo al Coronel de la Milicia Celestial. Aquello es impresionante, hombres, mujeres y niños con ropas vistosas, paños de colores brillantes en la cabeza, hombres personificando a San Miguel, una doña que reparte bizcocho, devotos que se “montan”, ofrendas florales, fieles acariciando la imágen del santo, todos bailando a ritmo de los palos y por supuesto fumando tabaco.
Transitar los alrededores se vuelve imposible. La fiesta se extiende a todas las calles cercanas y por ello, comprar flores cerca del Mercado Modelo me permitió conocer más de la celebración que lo que pude haber conocido en todos mis años viviendo en una zona aledaña.
Nos atendía un jovencito domínico haitiano, nacido en el Batey 3, cerca de Tamayo en Barahona, al sur del país. Mientras nos preparaba las flores, se las ingeniaba para atender a sus demás clientes que iban al lugar buscando hojas de ruda, para darse baños y alejar “lo malo” y a un hombre joven notablemente ebrio que le solicitó una chata de clerén por 40 pesos, bajo el inclemente sol que no perdona cuando apenas marcaban las 3 de la tarde.
Mientras el muchacho, que no pasaba de 22 años de edad, nos contaba que no había nacido para estudiar sino para trabajar, una peinadora nos interrumpe con las estridentes bocinas que a ritmo de palos anuncian una fiesta en honor a San Miguel en una discoteca de la zona oriental. Un hombre que compra en el puesto del lado grita a todo pulmón que “Bonyé es el mejor de todos los hombres” mientras la marchanta con pañuelo rojo en la cabeza y tabaco en la boca le responde con un “y San Miguel tambien”.
A pesar de haber nacido y vivido en San Antón, a escasas cuadras del barrio San Miguel, no conocía de la importancia y la magnitud de la celebración  hasta este año que me tocó vivirla un poco más de cerca. Aunque no soy seguidora de San Miguel, me toca quitarme el sombrero ante aquellos que sí creen en él fervientemente y que cada año se entregan al santo en fiesta y ofrendas de devoción.
Llegó la hora de pagar y dejar en su puesto aquel mundo donde evocar a un santo y celebrarlo se convierte en un respiro de alivio entre tantas adversidades y donde sólo se respira necesidad. Entre la delincuencia que azota al país, la justa lucha de un pueblo por un 4 por ciento para educación y el mismo bolero de los políticos, la música de palos, los colores y el sabor a pueblo que cree ciegamente en la fé, San Miguel, una de las más conocidas potencias de la santería popular, es más que necesario para alivianar la carga de la gente justo cuando finaliza septiembre.

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