
Cuando el reloj marcaba casi las cinco, inutilmente intenté contar cuantas veces al día voy al baño a orinar, o por lo menos durante las noches cuando se supone que debo dormir, y no lo logré. Cuando contaba por las diez de la mañana ya había perdido la cuenta y desistí de aquella misión.
El apetito voraz que nos acompaña desde los primeros meses y que se convierte en un sello infalible que marca a todas las embarazadas, siempre y cuando las náuseas y los vómitos de los infames malestares nos permitan saciar el hambre. Y con ello, las terribles libras de más que por alguna razón que desconozco, para la mayoría de nosotras son tan dificiles de perder cuando termina el embarazo.
Las hormonas que nos mantienen en una montaña rusa de emociones; las estrías; la hinchazón que nos acompaña y que nos transforma; manchas en la cara para algunas; ácidez estomacal solo de pensar en alguna comida en específico; los inoportunos antojos que a más de un esposo o un familiar han sacado de su cama en horas de la noche, todo en nombre de complacer a la embarazada; el dolor en la entrepierna a causa de los ligamentos que se preparan para soportar el peso del útero; esto, sin contar con renunciar a dormir bocabajo y que a los nueve meses o cuando el bebé disponga, nos espera el dolor de parto o la incómoda cesárea con los efectos de su anestesia y sus puntos.
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*Foto de Erika Morillo |
Pararme de la cama requiere de todo un proceso y un mecanismo que he tenido que improvisar que para no complicarles la idea en sus cabezas, les cuento que sería una mezcla entre una oruga y una foca que se escapa del colchón.

Pero de igual forma me toca decirles que todo aquel sacrificio y sus malestares valen la pena cada segundo y somos capaces de aguantarlos doblemente cuando se trata de los hijos. Como por arte de magia, la sonrisa de un hijo y el saberlo feliz nos hace olvidar todo y el mundo se resume a ellos.

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