Sin saberlo, mi vida ha tenido el toque
verde las plantas desde siempre. Mis recuerdos están dibujados en mi
mente y en mi corazón entre flores, colores y herencia verde de mi
familia. Desde que recuerdo, los viajes a Nagua, la tierra de mis
viejos, fueron siempre una oportunidad hermosa de propiciar encuentros
con la naturaleza que la ciudad no podía ofrecerme. Visitar la casa de
mis abuelos, era sin lugar a dudas una aventura verde divertidísima,
interesante y que por demás, me marcó para toda la vida.
Un viaje en carro, que en aquellos años
tomaba casi 4 horas, lejos del cansancio y las condiciones del viejo
Datsun de mi papá, la aventura representaba para mí el chance de
curiosear entre las flores y los matorrales y al final del camino, ser
recibidos en la casa por el icónico almendro que todavía hoy adorna la
entrada de la casa de madera.
De ese almendro, hay historias porque él
mismo en sí es historia. Mi papá lo sembró en septiembre de 1963, dos o
tres días después del Golpe de Estado a Juan Bosch. Sin saber y mucho
menos imaginar, que 52 años después sus nietos disfrutarían de la bondad
de su sombra y de sus frutos. Bajo esa misma sombra, el viejo almendro
sirvió sus ramas para colgar en él un rústico columpio que mi abuelo
Jorge fabricó para todos sus nietos; incontables fiestas y comidas
familiares se vivieron allí con el viejo almendro como testigo de
momentos felices y otros no tan alegres; y hoy el mismo almendro sigue
brindando generosamente lo mejor de sí como un digno soldado que se
niega a morir en el campo de batalla.
De igual manera, para recordar aquellos
años se hace obligatorio mencionar el imponente árbol de toronja que se
levantaba en el patio y que recuerdo con tanta dulzura, por aquello de
las interminables jarras de jugo que mi abuela, Doña Banía, preparaba
para nosotros.
Con mis abuelos, don Jorge y Joaquín,
hombres de trabajo y de quemarse el lomo de sol a sol, viví y atesoro el
ejemplo de verlos fajados en una parcela y disfrutar la cosecha que con
esfuerzo y dedicación lograban después de ayudar a la tierra a parir
sus frutos. Tomates y arroz en la tierra de Jorge y los plátanos de “El
Bote” en la finca de Joaquín. Vaya herencia la que me concedieron a mí.
Hablar de Doña Lala, mi abuela materna,
es pensar en rosas, jazmín y séfiro. Rosas rojas, rosadas, amarillas,
coral, príncipe negro o cualquier color o variedad, eso era mi abuela.
La pequeña jardinera en la fachada de la casa de pueblo, era todo un
espectáculo y un verdadero deleite verla disfrutar de sus rosas y
alardear de su tesoro. De ahí aprendió mi mamá el amor por las flores y
sin lugar a dudas, de ella lo aprendí yo.
Asimismo, entre abuelos y mis padres, que
en tiempos en que apenas se hablaba tímidamente de contaminación
ambiental, que no se sabía de sostenibilidad ni mucho menos de
conservacionistas, me enseñaron sin saberlo, con su ejemplo y con sus
acciones, el amor por la naturaleza, el respeto al medio ambiente y la
voluntad de sembrar no importa el método ni el espacio, cuando de verdad
se le quiere ayudar a la tierra.
De vivir en una casa con patio, bajo la
sombra de un árbol de guanábana, que sirvió champola hasta el cansancio y
un cerezo hermoso que dolía de verlo florecido y parido de frutas
rojísimas; nos mudamos a una casa en un segundo piso, y eso no les robó
la voluntad de sembrar. Auyama, jengibre, chinola, cebolla, aromáticas
de todo tipo y hasta batata se ha cosechado en la ordinaria azotea en el
mismo centro histórico de la Ciudad Colonial.
Ejemplos me sobran y rememorarlos en unas
líneas que no le hacen justicia a lo que habita en mi corazón con cada
uno de esos recuerdos, me compromete a velar porque mis acciones sean
las más justas y a que en cada terroncito de mi patio, logre dejar lo
mejor de mi empeño y la esperanza de que mis hijos también retribuyan
con amor todos los regalos desinteresados que nos da la naturaleza en
cada amanecer, en cada flor, en la semilla que germina, en la inmensidad
del mar y en el milagro de parir vida.
Hablo a mis hijos del valor de la
naturaleza, de su bondad, de lo endeble que es y de la urgencia que
grita el planeta donde vivimos para que sea cuidado con esmero. Siembro y
busco la manera de que ellos formen parte de lo que para mí es uno de
mis más sanos pasatiempos; por eso, cada vez que los veo echando agua a
las plantas o curioseando entre flores y aromáticas mientras yo me tomo
el café, me veo en ellos y me alivio de pensar que en algunos años el
relevo verde estará en buenas manos.
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